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APUNTES
Columna
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Es lo que hay...

Con frecuencia aparece en el lenguaje hablado una palabra o una expresión que adquiere una relevancia especial, que basta por sí sola para identificar a un individuo o a un grupo de la sociedad, o para situarlo en una época determinada. A veces tiene una vida muy breve y a veces dura más que aquellos que sin proponérselo, sin advertir la carga que ocultaba, la difundieron y la impusieron, hasta sustituirla por otra equivalente.

Cada vez que mi hermano abomina de la palabra solidaridad tengo la tentación de preguntarle por cuál la sustituye en el lenguaje y cómo nos las compondríamos sin ella en este mundo injusto y despiadado por el que deambulamos. El uso generalizado del tuteo tuvo dos significados distintos y contradictorios. Lo iniciaron jóvenes de ideas progresistas, para los que suponía un desafío y un modo de disminuir las diferencias de clase. Pero ocurrió que los miembros de las clases altas siguieron tuteando a las personas que les servían, como lo habían hecho siempre, sin que les supusiera ningún problema, y eso sí me parece a mí clasismo puro y duro. Porque creo que sólo debes tratar de tú a alguien que te puede responder con el mismo trato, y lo contrario es ahondar más las diferencias. Salvo que exista una notable diferencia de edad.

Dicen que el usted va a desaparecer del castellano, como ha ocurrido en el inglés, y yo deploraré que esto ocurra, porque no me atrae casi nunca simplificar o suprimir. Y el juego que se establece al haber dos posibilidades me divierte. ¿Qué ocurre con las novelas en inglés? Al traducirlas al castellano, el traductor tiene que optar en toda la obra por el tú o el usted, pues no parecería natural que los amantes utilizaran el mismo lenguaje el día que se ven por primera vez y cuando retozan tiempo después en la cama.

Pero hay casos mucho más molestos, al menos para mí. Recuerdo con desagrado la moda (ahora me parece que se bate en retirada) de calificarte de tío o de tía todo el tiempo, incluso cuando no era necesario llamarte de ningún modo. Al llegar a la "tía" número 20, si la tía a la que se referían era yo, la posibilidad de que la reunión saliera adelante y de que se estableciera una relación cordial se había reducido de modo considerable.

Muchas de las palabras que han estado de moda han terminado por aplicarse indistintamente a cosas distintas, por convertirse en palabras comodín, que sirven para todo. Recuerdo una época, ya lejana, en la que todo era genial, hasta que dejó de ser genial para convertirse en divertido.

¿Divertida la Capilla Sixtina o la teoría de la relatividad, como por ejemplo el twist? Pues claro que sí.

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Durante bastante tiempo triunfó entre estudiantes, intelectuales y pedantillos la palabra camp, que tenía a su creadora, Cristeva, tan molesta que antes de hacerle una entrevista te advertían de que no debías en ningún caso nombrarla.

Actualmente el desarrollo de la informática ha supuesto un cambio radical en múltiples aspectos, y es uno de los signos que nos indican a los viejos que empieza una nueva etapa, no sé si mejor o peor, pero distinta.

Con nosotros termina un mundo. Hemos pasado a ser historia. Algunos jóvenes se interesan por nosotros. Les encanta que hagamos comentarios banales sobre Gabriel Ferrater, Carlos Barral, Gil de Biedma, pero nos escuchan como si estuviéramos hablando de Lope o de Quevedo.

Yo no pretendo introducirme en el nuevo mundo que comienza, pero me es imprescindible el ordenador. Es una batalla implacable. Tenía casi terminado este artículo -lo que debía haber sido este artículo- cuando de repente desapareció, la pantalla se cubrió de rosas. Mi ordenador no sólo hace lo que le sale de las narices, sino que se burla con total descaro de mí. No me queda más recurso que llamar a mis nietos. Son amorosos, pero llevan siempre una mano ocupada en sostener una pantalla, lo cual les reduce a mancos. Sé de entrada que mi nieto mayor me lanzará una regañina, me tildará de perezosa, de obstinada, de vanidosa, se lamentará de que no le escucho. Pero esta vez interviene también mi nieto pequeño (sin soltar ni por milagro esa maquinita que lleva ya en una mano) y me participa que no somos las mejores abuelitis, porque sale una en la tele que viaja por el espacio en una nave virtual de su invención y que salta de un planeta a otro como una gacela.

No, no somos nosotras. Al menos no soy yo. Lamentamos defraudar a nuestros nietos, pero no queremos engañarles. Somos gente mayor, que en el mejor de los casos ha vivido mucho y ha aprendido algo. Pero no pertenecemos a vuestro mundo. O los cambios han sido demasiado acelerados, o nosotros, los viejos, hemos vivido demasiado tiempo. Hace unos días oí en la tele que alguien (debía tratarse de un científico) nos prometía triunfal que los cambios iban a ser cada vez más rápidos y que la vida de los humanos se alargaría hasta los 130. Felizmente, tendré la suerte de no verlo, y aun así no pude pegar ojo en toda la noche. Basta sentarse un par de horas en el banco de una plaza y ver transitar a la gente para fantasear sobre lo que puede llegar a ser un mundo atestado de viejos y la vida que van a llevar los propios viejos.

Y sin embargo, estos cambios acelerados no tenían por qué ser forzosamente negativos. Hubo un tiempo, una época, en que muchos ilusos creímos que el mundo podía mejorar, que íbamos a transformarlo y que este cambio no tendría vuelta atrás. Teníamos un montón de lemas absurdos, como El pueblo unido jamás será vencido, nos emocionábamos con los primeros acordes de la Internacional o con No, diguem no, y sobre todo nos emocionaba otro, sin posibilidades de futuro, pero tan hermoso: Pidamos lo imposible.

No defiendo las viejas palabras de un mundo perdido, condenado al fracaso. Pero ¿no es acaso el peor que se haya inventado jamás ese lema insistente de resignarnos, de aceptar lo que hay, descartada todo esperanza?

¿No es peor esa idea terrible que tenemos todo el día en nuestra boca? ¿No es la frase más derrotada del mundo? Queridos míos, me parece que a vosotros os corresponde, y no a nosotros, eliminarla de todos los diccionarios.

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