El hombre de los botones
La dimisión de Francisco Camps deja intacta su imputación en la trama Gürtel. A pesar de la triquiñuela urdida por Mariano Rajoy de que se declare culpable para salvarlo (pero sobre todo salvar al PP del desprestigio moral en la precampaña presidencial) de la maquinaria judicial engrasada al fin por el magistrado José Flors, tendrá que afrontar un juicio del que se llegó a descreer que alguna vez se llevaría a cabo.
Dice ahora el presidente dimisionario (o dimitido) que su decisión es un sacrificio para que Rajoy gobierne España. Hilarante frase y un descarado ejemplo de patraña para evadir su responsabilidad ante el territorio que representa. Habrá tiempo para analizar todos estos hechos. Sin embargo, que todo esto esté ocurriendo no creo que despeje el peligro de nuevas corruptelas. Y sobre todo y más preocupante, no despeja para nada que quienes sobreviven en medio de tantas sospechas bien fundadas de nepotismo o soborno, no terminen siendo refrendados con amplios apoyos ciudadanos en cuantas citas democráticas se presenten. Ello a veces hace pensar en patologías enquistadas en el imaginario colectivo. La corrupción, misteriosamente, es una de ellas. Sobre esta cuestión, siempre recuerdo las muestras de impotente resignación con que argentinos aceptan la más amplia y variada gama de corruptelas en su país. Lo comprobé en un viaje a Buenos Aires. Un día pregunté a qué se debía la pestilencia del Riachuelo a sus vecinos, en el tradicional barrio de La Boca, y me contestaron que el dinero estaba, se había aprobado hacía ya bastantes años una partida para depurar sus aguas estancadas y contaminantes. El resultado fue que nunca se supo ni de los trabajos de desinfección ni del dinero, dinero que nadie duda, entre la gente consultada por mí, que fue a parar a los bolsillos de los más listos de la clase. Esto es sólo un ejemplo de cómo un sector importante de la ciudadanía puede convivir con el latrocinio, y cómo puede metabolizar que algunos de sus políticos arramblen con cuanta posibilidad de lucro ilegal se ponga a su alcance. Se podría seguir citando ejemplos. Los encontraríamos en la castigada Grecia. En la Italia de Berlusconi. Allí la corrupción y la prevaricación se combinan con otro ingrediente que suele fascinar a sus votantes: el machismo más sonrojante. O en la Inglaterra de Cameron.
A Francisco Camps le ha votado demasiada gente como para no extraer de ello alguna amarga conclusión
El asunto de los trajes de Camps es un síntoma que va más allá de la irreprimible risa que produce. El atildado porte del presidente valenciano sólo puede competir con la descarada ostentación de elegancia chulesca de su compañero de partido Ricardo Costa. El cuidado que ponía el presidente en exigir el número de botones (y solapas Nápoli) que tenían que mostrar sus chaquetas, pone de relieve más el calado insustancial del típico nuevo rico que del alto cargo que ocupaba al servicio de sus conciudadanos. Me cuesta trabajo hacerme una idea aproximada de la cara que pondría Camps si los sastres a los que acudía para encargar su indumentaria, no le servían la corbata ancha que necesitaba para que combinara con su traje de dos botones. Haga el lector un esfuerzo de visualización: un servidor público llamado Francisco Camps atareado con el número de botones, la forma de las corbatas y el corte de sus trajes para lucir mejor. Y sin embargo al hombre de los botones le ha votado mucha gente, demasiada como para no extraer alguna amarga conclusión. Nuestro sistema puede conllevarse sin grandes sobresaltos sociales con un paro que va de un 7% a un 9%. Es el paro estructural. ¿No podría ser que se produjera algo parecido con la corrupción? ¿No habría también una corrupción estructural? Las recientes elecciones autonómicas en la Comunidad Valenciana parecen confirmar esta sospecha. Lo que desconocemos es el porcentaje de corrupción digerible por la ciudadanía. ¿Hay algún límite de sobornos demostrados para que los electores de los futuros Camps dejen algún día de votarlos?
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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