Barcelona, la deriva del espacio público
Tiene razón Manuel Delgado al afirmar que el espacio público suele ser un eufemismo para referirse a suelo urbano. En su último libro, El espacio público como ideología, el antropólogo arremete contra los discursos que pretenden otorgar legitimidad moral a los intereses especulativos vinculados a la ciudad, con el turismo y el sector inmobiliario como buques insignia de esta tendencia lucrativa en la Barcelona de los últimos años.
Más difícil es, en cambio, comulgar con la tesis de Delgado sobre la falta de relación directa entre el espacio urbano -la forma física de la ciudad- y la esfera pública, que es ese espacio intangible de formación de sociedad civil y crítica del poder tan esencial en democracia. Él mismo remite a Aristóteles, Hannah Arendt, Jürgen Habermas o Richard Sennett como referentes teóricos de lo público, pero niega la conexión automática entre un lugar físico, abierto y de acceso libre, y la formación de una comunidad política democrática. Pero el debate de la relación entre arquitectura y política es demasiado pertinente para liquidarlo con la retórica de planes urbanísticos al servicio de un poder sin nombre.
Con la admiración por lo efímero se inventó el Fórum y con la inercia del derroche se cometieron errores como Diagonal Mar
Pocas ciudades como Barcelona han experimentado el potencial y los límites de la vocación política de la arquitectura. La Barcelona posfranquista contó con el empuje democrático de las asociaciones de vecinos y el liderazgo de una serie de urbanistas formados en la dictadura que, cuando accedieron al gobierno de la ciudad, supieron captar esa conciencia cívica latente en los barceloneses, ese espíritu de ciudad república de una Barcelona que aspira a ser capital pese a no tener Estado. El éxito del denominado modelo Barcelona fue el resultado conjunto del salto cualitativo de las infraestructuras olímpicas y el respeto hacia unos espacios públicos que, como lugares compartidos, se convertían en el epicentro de las aspiraciones democráticas de los barceloneses. En plena crisis económica, Barcelona apostó entonces por dignificar los barrios periféricos y mejorar la calidad de vida de sus habitantes, y ello no se hizo con costosas operaciones urbanísticas, sino con la sensibilidad de una microcirugía urbana que pretendía unir más que segregar, y que dio valor a la vivienda como espacio privado y a las plazas y calles como espacios de libertad. Se hizo recurriendo a arquitectos locales conocedores de las pulsiones de la ciudad y a artistas internacionales que donaron alguna de sus obras para dotar los espacios públicos de un mayor valor simbólico. Esta centralidad de los espacios públicos fue una operación de mejora física de la ciudad, sí, pero, además, ayudó a crear conciencia de pertenencia a una comunidad colectiva y generó una mayor adhesión a la ciudad. Porque los espacios públicos, los físicos y los virtuales, como la prensa (recordemos a Tocqueville), lo son de creación de urbanidad y sociedad civil, de fusión del yo con el nosotros; por ello es fundamental tratarlos con sensibilidad.
Llegaron los años noventa, Barcelona se encontró guapa y a partir de entonces quiso gustarse con el espejo de otros. Se consolidó la globalización y con ella aterrizaron el turismo de masas y la inmigración, mientras la realidad urbana y social adquiría escala metropolitana. La ciudad se instaló en la autocontemplación y la copia repetitiva del modelo, sin tomar conciencia de que su entorno se había transformado de manera radical. Con la admiración por lo efímero se inventó el Fórum Universal de las Culturas y con la inercia del derroche se cometieron errores como Diagonal Mar y el hotel Vela. El éxito de Barcelona empezó entonces a medirse por ser la sede del más variado número de congresos y por cazar a arquitectos estrella que, paradójicamente, se desvivían por edificar en una ciudad admirada por la calidad de sus modestos espacios públicos. Esta inercia acabó dominando los últimos años del reinado socialista, a pesar de iniciativas como las fábricas de creación, que recuperan el espíritu de dignificar los barrios periféricos y de algunos intentos de salvar Ciutat Vella que toparon con todos los obstáculos posibles.
Arquitectos de diferentes partes del mundo suelen sorprenderse del grado de sensibilidad y vigilancia de los barceloneses con sus espacios públicos. Con este capital social, Barcelona debe demostrar sin excusas que el espacio público es mucho más que suelo urbano.
Judit Carrera es politóloga.
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