Un códice para el pecado
Dice el deán de la catedral de Santiago que es pecado hacer juicios temerarios, pero las extrañas circunstancias que rodean al hurto del Códice Calixtino son demasiado tentadoras como para no hacerlos. Sin forzar una sola cerradura, sin ser captados por las cámaras de vigilancia y con la discreción suficiente como para que en la catedral no se dieran cuenta de la ausencia del códice hasta varios días después, el ladrón o los ladrones que han sustraído el valioso libro han hecho un trabajo de película. Aunque este es solo uno de los posibles enfoques de un hurto inútil desde el punto de vista crematístico, pues sería misión imposible vender un tomo único y catalogado de 225 pergaminos del siglo XII sin que la policía atrapara al traficante un minuto después.
Con permiso del señor deán, cabe preguntarse, como ya hacen los policías y los expertos, si no es un robo para satisfacer a un coleccionista caprichoso. Y, en tal caso, ¿quién es ese apasionado del arte sacro capaz de jugársela de esta manera?
El desconcierto y la aflicción se han apoderado de las personas que custodiaban este libro único que hablaba de los milagros del apóstol Santiago, pero también de las obras que hace 800 años se realizaban en la ciudad o de los consejos más adecuados para los peregrinos. Después de 800 años de impecable custodia, alguien ha osado llevarse la preciada reliquia dejando al descubierto agujeros de seguridad y una ausencia de seguro que, al menos, habría aliviado las arcas de la catedral, ya que no los espíritus de sus responsables.
La ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, confía en la profesionalidad de la Brigada Policial de Patrimonio para recuperar el códice. Ha aludido a sus éxitos al respecto. Los hay. Se recuperó, por ejemplo, una pieza de la catedral de Oviedo, recordaba ayer El Correo Gallego, y también el Códice de Liébana, hallado en el despacho de un psiquiatra que dijo haberlo comprado en el mercado negro. Pero también a principios del siglo XX se sustrajo en Santiago la Cruz de Alfonso III y todavía está por encontrarse. ¿Dónde estará? ¿Quién la acariciará cada día? ¡Ay, esa imaginación pecaminosa!
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