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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Antonio López y la muerte

Todos los pintores españoles han pasado alguna vez por la criba o el rastrillo de la crítica más o menos severa. Todos menos acaso uno solo: Antonio López. Incuestionado, intocable, blindado por un extraordinario respeto de público y crítica.

Este pintor ha llegado a la madurez personal y profesional hecho casi un santo, honesto, humilde, autoexigente, ejemplar ante cualquier espectador devoto. No es raro, pues, que ante un personaje así, venido como del más allá, sus exposiciones tarden tanto tiempo en llegar y su actual presencia en el Museo Thyssen, tras 20 años oculto, se convierta en el gran acontecimiento del año. Hileras de feligreses convencidos de su milagrosa mano que nunca falla esperan en la cola persuadidos de su incomparable bondad. Y, efectivamente, Antonio López da lo que se espera que dé. Tanto como una panadería honrada, igual a sí misma, iguala siempre el saber y el sabor de la hogaza.

Todos los pintores españoles menos él han sido alguna vez objeto de crítica severa

Merced a tanta tautología y taumaturgia juntas y presididas por el cuadro de la Gran Vía, Antonio López podría haber desaparecido ya y seguir muy presente su estela. O estar presente y haber desaparecido como autor, puesto que este equívoco entre el ser y no estar acaso haya sido su aura más productiva. Un López o un Erice demasiado presentes habrían quizás perjudicado sus famas, pero en la ausencia Antonio López se ha abrillantado y criogenizado. O ¿qué otra cosa distinta a la petrificación del hielo puede sentirse ante la actual antológica del pintor?

La casi totalidad de las figuras, las flores o las habitaciones, los colores o las expresiones, las texturas y los encuadres, son como secuencias de una muerte cenital, igual y segura de sí misma. Pero ni siquiera su imperfectibilidad ha matado los temas como suele ocurrir con los virtuosos de cualquier oficio que no dejan defecto alguno para la respiración del ser, sino que, en este caso, se trata de cadáveres deliberadamente causados por el pintor que, a fuerza de dibujar extraordinariamente ("inhumanamente"), ha creado muertos exactos y bajo el grafito.

De principio a fin, la exposición despierta admiración entre los rendidos visitantes y se debe, probablemente, entre otras cosas, a que mediante la multitud es posible contemplar a los muertos sin dolor alguno, tal como en un muy concurrido entierro. Estas figuras pintadas o esculpidas se portan, además, no como seres humanos fallecidos antes o a mitad del cuadro, sino seres humanos pintados directamente sin vida. ¿Zombis? ¿Difuntos a los que se les ha extirpado el alma?

No es fácil para cualquier autor tan dotado para su propio oficio como es el caso de Antonio López, aprovechar las holguras entre la representación y la realidad. Su virtuosismo cierra casi todas las juntas y la consecuencia es perder la voluble experiencia humana del intervalo.

De hecho, viene a ser tan exacto en sus dibujos que el dibujo no necesita pedirle cuentas a su ejecutor, ni necesita siquiera nombrarlo. La mano, en fin, no puede dibujar nada mejor para comprobar su deficiencia.

Dibuja tan bien Antonio López que incluso el escaso color de algunos de sus cuadros viene a ser como un incomodo, y no se diga nada cuando el color, en las flores o en algunas tablas, trata de hacerse importante.

Como parece patente a lo largo de la muestra, la máxima felicidad de este pintor es el dibujo limpio y en cuya prodigiosa precisión el lápiz se convierte en estilete. Solo el vacío o el blanco antes del trazo parece ser superior a su verdad. No pintar, no decir, no estar. ¿Una vida? La mayor parte de los cuadros y esculturas expuestos en la Thyssen son criaturas muertas, hijas de largas y meticulosas sesiones de taxidermista.

Así, bajo la excepcionalidad de su mano y el gran tino de su mirada, cunde la coloración blanquecina de la muerte. Muerte de losas y azulejos, muerte de nevera o de cuerpos tendidos hacia la autopsia inmediata, Cuerpos y paisajes helados que, al cabo, no tienen nada más que decir porque allí, a plena luz, se halla todo expreso, deliberadamente luminosos y transparente en el interior de una barra de hielo.

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