El rastro del exterminador
Hatidza Mehmedovic tenía voz firme, grave, hermosa, sin odio. Era una voz capaz de gritarle al presidente de EE UU Bill Clinton durante una visita a Srebrenica en 2003, de esas protocolarias: "¿Por qué no hizo algo? ¿Por qué no hizo nada?". Desde esa voz contó hace seis años a este periodista su tragedia personal: un marido y dos hijos, de 18 y 21 años, desaparecidos en julio de 1995 tras la entrada de las tropas del general serbobosnio Ratko Mladic en un enclave protegido por la ONU. "Si supiera que los mataron enseguida, sin torturarlos, se me quitaría la mitad de la pena". Esta mujer-coraje, presidenta de las Madres de Srebrenica, sabía, como sabían todos en Bosnia-Herzegovina (BiH), que los desparecidos estaban muertos, enterrados en fosas comunes no descubiertas o conservados en bolsas negras de plástico en frigoríficos del centro de identificación de Visoko. El trabajo de los antropólogos forenses es complejo, lento: cada bolsa contiene los restos incompletos de una persona o varias. Las tropas de Mladic no solo mataron, también enterraron y desenterraron y volvieron a enterrar con palas mecánicas. Su objetivo era encubrir, impedir la identificación.
"Han encontrado huesos de mi marido, también de uno de mis dos hijos, pero no sé de cuál"
Los 16 años que Mladic ha estado libre, Serbia y Bosnia han permanecido secuestradas
Vivió libremente hasta 2000, cuando su mentor, Milosevic, perdió el poder y fue extraditado
Todos en Srebrenica sabían que los desaparecidos estaban muertos, en fosas comunes
Con Mladic en la Haya, Serbia tiene la oportunidad de abrir las ventanas y airear el pasado
Cada hueso desenterrado narra una historia; todos juntos son la prueba de que Srebrenica no son "acusaciones monstruosas", como dijo Mladic en su primera comparecencia ante el Tribunal Penal Internacional de la antigua Yugoslavia (TPIY), con sede en La Haya, sino hechos probados. A Hatidza le cambió la voz un día de noviembre de 2007. Le brotó una nueva desde las entrañas; era ronca, como si le costara llenar de sonido las palabras. Con esa nueva voz de tristeza profunda, narró las novedades: "Han encontrado algunos huesos de mi marido. También parte de uno de mis dos hijos, pero que no pueden decirme de cuál. Voy a tener que enterrarlo sin saber a quién entierro".
Cuando terminó la guerra de Bosnia y se firmó la paz en París el 14 de diciembre de 1995 -los llamados Acuerdos de Dayton-, el general Mladic y su jefe político, Radovan Karadzic, permanecieron en sus cargos, al alcance de las tropas de la OTAN. No era la distancia física lo que medía la proximidad o lejanía, sino la ausencia absoluta de voluntad política de emplear cualquier tipo de fuerza para hacer justicia. Mladic estuvo al mando del Ejército serbobosnio hasta finales de 1996, muchos meses después de que el juez sudafricano Richard Goldstone, primer fiscal del TPIY, les procesara por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.
"¿Qué opina de la labor del TPIY?", pregunté a un alto cargo de la ONU en Sarajevo antes de finalizar la guerra. En la respuesta no grabada se quejó de las interferencias de jueces y fiscales, que dificultaban alcanzar la paz. En la grabada alabó el gran trabajo de la justicia internacional. Esa doble moral es la que ha protegido a Mladic desde los tiempos de su cuartel en Han Pjesak, desde donde dirigió la matanza, hasta la casa de campo de Lazarevo donde fue detenido.
Al general Mladic no le inquietó el procesamiento iniciado por Goldstone. La OTAN, tampoco. Fue el encargado de aplicar la parte militar de los Acuerdos de Dayton y, según fuentes militares de Bruselas, "lo hizo muy bien, con gran profesionalidad". Los generales de la Alianza prefirieron la seguridad de sus tropas que cumplir la ley internacional. Nadie quiso arriesgar la vida de un soldado. Estados Unidos, Francia y Reino Unido rechazaron en 1996 la creación de una fuerza especial capaz de capturar un número elevado de criminales en una operación relámpago. El Mladic huido, fuera del alcance de la justicia, ha sido una metáfora de la situación de Bosnia. Los Acuerdos de Dayton crearon una entidad política imposible de gobernar y premiaron a los verdugos con la entrega de Srebrenica y Foca, la capital de las violaciones de mujeres, a la República Srpska, la entidad serbia de Bosnia. En la solemne firma de París se sentaron como pacifistas los jefes de la guerra: los presidentes de Serbia, Slobodan Milosevic, y de Croacia, Franjo Tudjman.
La guerra de Bosnia es el reflejo de un mundo al revés: se enviaron tropas de paz, los cascos azules de la ONU, cuando había guerra y con un mandato que les impedía intervenir. Al finalizar la guerra, las tropas de paz pasaron a ser de combate. Además de la desidia, también hubo simpatía de los militares occidentales hacia Mladic, a quien veían como uno de los suyos, un general de carrera. Además, el responsable de la matanza de Srebrenica recibió la protección activa y militante de un sector de los servicios de información del Ejército serbio.
En 1997, tras dejar su cargo en el Ejército serbobosnio, Mladic se instaló en Belgrado y allí vivió en el chalet familiar en el que se encontraron los diarios. Viajó con frecuencia a la República Srpska para practicar la caza, una de sus actividades favoritas. Se le vio por Herzegovina, su tierra natal, donde patrullaban las tropas francesas y las españolas. Nadie le detuvo. Nadie le molestó. Mladic fue libre en esos años.
Serbia era una zona segura para él. Todo cambió en octubre de 2000, cuando su mentor y patrocinador, su jefe, Slobodan Milosevic, perdió el poder y fue extraditado poco después a La Haya. Mladic se trasladó al cuartel de Topceder, donde vivió protegido por el Ejército. Dos años después, cuando el Parlamento serbio aprobó una ley de colaboración en el TPIY de La Haya, pasó a la clandestinidad. Mladic se esfumó. Vivió en diferentes casas en Nuevo Belgrado, una zona repleta de edificios-mole, feos y grises, un verdadero pajar. Su jefe de seguridad era el general Zdravko Tolimir, quien le gestionó los movimientos, le garantizó la protección y los alimentos necesarios. Tolimir fue detenido el 31 de mayo de 2007 en Serbia y trasladado a la República Srpska, donde se escenificó su captura. Cada detenido era una muestra de la colaboración de Belgrado con la UE, pero faltaban los dos importantes: Mladic y Karadzic.
Emir Suljagic es un superviviente de la matanza de Srebrenica, periodista y autor del libro Postales desde la tumba (Galaxia Gutenberg). De Mladic recuerda todo, la voz, el rostro, las bravatas, su miedo. Pero hay un recuerdo que nadie le ha transmitido, es un recuerdo personal del día en el que el Mladic victorioso le mandó llamar en las afueras de Srebrenica y en un instante magnánimo le perdonó la vida. De ese día recuerda las voces de las personas que trataban de salvar la vida y los ojos del jefe militar que estaba a punto de cometer un genocidio: más de 8.000 varones en apenas tres días.
La situación política benefició de nuevo a Mladic a partir de marzo de 2003, cuando un tirador mató al primer ministro reformista Zoran Djindjic. Los nacionalistas bloquearon cualquier avance en las reformas serbias, protegieron a Mladic y se enfrentaron a las exigencias de la UE. Se convirtió en un símbolo. Los mismos países que no le capturaron en 1995 y 1996, cuando pudieron, eran los más exigentes. El acceso de Serbia a la UE quedó bloqueado.
Karadzic fue detenido en Serbia el 21 de julio de 2008. Se hacía pasar por médico naturista de barba pobladísima que se parecía bastante al Karadzic guerrero. Fue una sorpresa. Karadzic se había esfumado en 1998, cuando dejó de visitar Pale, la capital serbobosnia durante la guerra, donde seguía concediendo entrevistas. Se había volatizado físicamente y, con el paso de los años, también desapareció de los titulares, de los objetos del TPIY y de las conversaciones.
Se le imaginaba escondido en algún monasterio cerca de la frontera con Montenegro, amparado por la Iglesia ortodoxa y las redes del narcotráfico, fuera del control de las Fuerzas Armadas serbias. No usaba radio ni teléfono. En ese tiempo, Karadzic, psiquiatra de profesión o poeta de ambición, escribió una obra teatral, Sitovacija (La situación), aún sin estrenar. La captura de Karadzic, por quien se ofrecía una recompensa de cinco millones de dólares, cinco veces menos que por Osama bin Laden, pareció el resultado de un pacto con los servicios de espionaje que protegían a Mladic. En octubre de 2010, EE UU subió la recompensa por Mladic a 10 millones de dólares. En su detención en una casa familiar en el rural Lazarevo, el ex poderoso general estaba solo: ni guardaespaldas, ni servicios secretos.
Con Mladic en La Haya, Serbia tiene la oportunidad de abrir las ventanas y airear el pasado, enfrentarse a una catarsis definitiva; también es una oportunidad para la UE y EE UU para no repetir errores en Sudán, donde el presidente Omar Bachir está procesado por genocidio en Darfur. Los mismos 16 años en los que Mladic ha estado libre, Serbia y Bosnia han permanecido secuestradas por ese pasado que muchos serbios desean dejar atrás. La UE paga una reconstrucción sin cimientos. El primer pilar es la justicia. El segundo, la educación. Mladic es el punto final de una historia trágica en los Balcanes, un lugar hermoso en el que los miedos y los odios siguen vivos en cada víctima que espera justicia.
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