¡Fascista!
Ver a una multitud gritando ¡fascista! a un individuo resulta una paradójica inversión de los papeles. Lo característico del fascismo es la actuación en bandas, bandas que sólo se envalentonan cuando se hallan en franca superioridad. Es cierto que el fascismo siempre tuvo ideología (sujeción del individuo al estado; anticapitalismo; desprecio de las elecciones democráticas; nacionalización de la banca), pero lo nuclear del fascismo, su verdadero espíritu, no es la ideología sino la práctica. Y la práctica del fascismo es la intimidación, la actuación en jauría, el insulto al adversario, especialmente si se encuentra solo. La práctica del fascismo comporta además una estética de la acción: exaltación de la juventud, de la fuerza y de la audacia. El fascista nunca va solo, se refugia en el grupo y subsiste dentro de él. Ese es otro elemento fundamental de la práctica fascista: la desinhibición moral.
Secretamente cobardes, declaradamente impetuosos y gritones, los miembros de las bandas fascistas ocupan la calle y la hacen suya. El Volk, el Pueblo, son ellos. Las urnas les parecen una enfermedad moral. El odio al político y al sistema de partidos, el odio a la banca y al comercio, se justifican por el sufrimiento popular. Desempleado, desorientado y sin objetivos personales definidos, en la República de Weimar o en la España de Zapatero, el fascista se uniforma, aunque el actual ha abandonado el disfraz militarista por la estética indigente. Pero cualquier uniforme vale para ahorrarse el horror de enfrentarse a su propia conciencia: el tribunal más odioso para quien cree en la redención del individuo mediante la marea irresistible de la masa.
La pasada semana, durante la constitución de los ayuntamientos, algunas plazas se poblaron de hordas de indignados o de partidarios de Bildu que gritaban ¡fascista! al primer corporativo que se pusiera a tiro. Era chocante ver en el pleno de Elorrio a masas enfervorecidas llamando ¡fascista! a un solo hombre, a un hombre que, además, iba a hacer valer su voto. En el cinturón de Madrid, la constitución de los ayuntamientos se vio alterada por activistas que identificaban a una concejala de edad madura, amedrentada, temerosa, y corrían detrás de ella, con la omnipotencia del número, mientras le gritaban ¡fascista! Más grave aún la actuación de Barcelona queriendo impedir, con desfachatez totalitaria, la constitución del Parlamento.
Humildes concejales que atesoran la legitimidad de decenas de miles de votos tienen que soportar las vejaciones de brigadas de acción directa. La indignación sobreinterpretada, en Elorrio, en Madrid o en Barcelona de incontrolados que persiguen a un cargo electo llamándole ¡fascista! demuestra que los tipos ignoran qué es realmente un fascista. De haber llegado a tiempo, Oscar Wilde hubiera puntualizado que ser o no fascista resulta, en el fondo, una cuestión de estilo.
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