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TORMENTAS PERFECTAS | OPINIÓN
Columna
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La dictadura perfecta

Lluís Bassets

Durar, permanecer, perpetuarse, eso es el poder. Superar los avatares de la historia y seguir siempre ahí, como el dinosaurio de Monterroso al despertar, sucediéndose a sí mismo. De ahí la bondad intrínseca de la democracia: todos sus vicios le son perdonados porque es una atenuación, un poder mitigado por contrapesos y límites que alcanza su momento de gloria en la alternancia.

En pocas ocasiones puede observarse mejor al poder desnudo como en las circunstancias en que los dictadores caen a puñados como bolos en la bolera. El último feliz capítulo en que la humanidad se alivió de una entera banda dictatorial fue a partir de 1989, pero esto queda ya lejos. Desde enero pasado están en el despeñadero las dictaduras árabes, regímenes crueles donde los haya, que hacen palidecer a no pocas dictaduras comunistas liquidadas hace más de 20 años.

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Pero este es un capítulo abierto, historia en marcha y de final incierto. Llevamos apenas seis meses y el balance en vidas perdidas ya es pavoroso. La anterior oleada condujo a la vergüenza europea de las guerras genocidas en los Balcanes, pero la actual ha arrancado ya con la sangre y el fuego en tres países: Libia, Yemen y Siria; después de una rápida resolución con numerosas víctimas mortales, pero menos cruenta, en Túnez y Egipto, y de la intervención soviética de Arabia Saudí en Bahréin.

Cada derrumbe es un caso, siempre revelador del carácter de cada dictadura: comparados con Gadafi y El Asad, Ben Ali y Mubarak parecen en su caída unos déspotas benévolos. En todos vemos un funcionamiento análogo: una policía política durísima, unos servicios secretos de larga y doble mano, el chantaje del terrorismo, la causa palestina como coartada para amansar a la fiera, y la denigración de Israel, compatible con una colaboración estrecha con el Mosad y el Tsahal justo para atar corto a los palestinos. Y el mismo detalle antes de irse, cuando el dictador suelta a los delincuentes comunes de las cárceles para que sus súbditos experimenten en propia carne las desventajas de vivir en libertad.

De todas las dictaduras árabes, ninguna ha alcanzado los niveles de pureza y perfección de Siria. Allí ya se ha producido la sucesión dinástica que otros no alcanzaron. El Asad en nada ha aflojado, como hizo el último Gadafi, ante las amenazas occidentales. Pero nadie como este enemigo declarado de Israel ha sabido garantizar la estabilidad de la zona y de su frontera. Nadie tampoco ha derramado más sangre, incluyendo la de los refugiados palestinos, en sus embates por mantenerse. Y solo una vergüenza mayor perfecciona esta ignominia: la pasividad europea y estadounidense ante el martirio del pueblo sirio. -

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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