Homenaje a la Duquesa Roja
El "incidente" de Palomares no es agua pasada: condiciona nuestro futuro en un mundo sometido a una permanente y suicida amenaza nuclear. Luisa Isabel Álvarez de Toledo legó un valiente testimonio del caso
Hay obras cuya importancia se mide -¡perdóneseme el oxímoron!- por el silencio estrepitoso que suscitan. La era de Palomares, publicada el pasado año por la editorial El Viejo Topo, es un buen ejemplo de ello. Como dice su coordinador, Eduardo Subirats, el libro reúne las voces de una memoria intelectual soterrada por una compacta superposición de ocultaciones y mentiras. El capítulo abierto el 16 de enero de 1966 por el choque en el cielo almeriense entre un bombardero B-52 y un avión cisterna de la Fuerza Aérea estadounidenses y la caída de cuatro bombas atómicas, dos de las cuales, sin explotar, liberaron su carga mortífera, no se ha cerrado aún. El contencioso provocado por la contaminación radiactiva de la zona de Palomares y Villaricos, así como el destino de medio kilo de plutonio que, tras 46 años de negociaciones, sigue almacenado en nuestro suelo, muestran que el "incidente" que pudo ocasionar una catástrofe mayor que las de Chernóbil y Fukushima no es agua pasada, sino que condiciona nuestro futuro en un mundo sometido a una permanente y suicida amenaza nuclear.
El relato de sus estancias en Palomares debería leerse en las escuelas de periodismo
El gravísimo asunto es recordado por el chapuzón de Fraga en las aguas de Palomares
La parte fundamental de la obra, la Memoria de Luisa Isabel Álvarez de Toledo, duquesa de Medina Sidonia, fallecida en 2008, impresiona al lector de hoy por su valentía y lucidez. Escrita al hilo de los acontecimientos que afectaron la vida de Palomares y las aldeas vecinas, revela un compromiso con la verdad y con la defensa de unas poblaciones sumidas aún en la pobreza y la ignorancia verdaderamente ejemplar. Día a día, mes tras mes, por espacio de un año, sin arredrarse ante las presiones y amenazas que culminaron en su detención, la autora anota cuidadosamente cuanto era barrido bajo la alfombra. Su análisis de la manipulación y escamoteo del poder destructivo de las cuatro bombas -"artefactos", "ingenios radiactivos" y, colmo del eufemismo, "la cosa"- así como la reproducción de los artículos aparecidos en la prensa española de la época -una increíble sarta de perlas de cultivo- no tienen desperdicio.
La sobria descripción por la llamada entonces Duquesa Roja -"Una tremenda explosión hizo temblar la tierra. Los fuselajes plateados (de los aviones) se transformaron en inmensa hoguera. El cielo se cubrió de humo. Trozos de acero, iluminados por el chorro del combustible incandescente, se precipitaron sobre el pueblo"- contradice del todo las informaciones edulcoradas, a veces idílicas, de Arriba, Pueblo, Abc o Ya. En los días que siguieron al choque de los aviones, nadie se preocupó, acusa, de advertir al vecindario del peligro encovado en aquellos restos. "No se hizo absolutamente nada para proteger -escribe- a la población de una posible contaminación radiactiva".
La llegada a Palomares, ocho días después del suceso, del gobernador provincial de Almería a fin de calmar los ánimos de la población soliviantada por tanto engaño y desprecio, merece su reproducción in extenso: "El señor Gutiérrez Egea inició un pequeño discurso, compuesto de promesas y frases tranquilizadoras, pero el vecindario no estaba para músicas. Sus protestas llegaron a la tribuna. La primera autoridad provincial cambió de tono, pasando a la amenaza y el insulto. "Las valoraciones (de indemnización) que habéis presentado son exageradas. No estoy dispuesto a consentir que estaféis a los señores norteamericanos".
Los titulares de la prensa en los días que siguieron al "incidente" componen una antología de prestidigitación que hubiera estimulado sin duda el cáustico ingenio de Larra: "La vida se desarrolla normalmente (en Palomares)", "No hay peligro de radioactividad", "A poco más de un centenar de metros del lugar donde cayeron los aviones, pasta apaciblemente un rebaño de más de cien ovejas", etcétera.
Como dice la autora, la lucha entablada entre la verdad y lo que se pretendía probar daba lugar a nuevas e irresueltas contradicciones que saltaban a la vista de todos.
Esa campaña de relaciones públicas alcanzó su cenit con la visita al lugar de Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo -en realidad de Desinformación al Servicio del Turismo, ya que aquello fue solo un alto en su viaje de inauguración del Parador de Mojácar- y el célebre chapuzón, en compañía del embajador estadounidense, del 7 de marzo: "Con una alegría sana y deportiva de quien defiende las buenas causas, Manuel Fraga Iribarne se ha bañado hoy en las tranquilas aguas del Mediterráneo, para demostrar a los millones de turistas que piensan visitar España este año, que pueden seguir confiadamente su ejemplo". (Arriba, 9-3-1966)
El relato de Luisa Isabel Álvarez de Toledo de sus estancias en Palomares debería ser de lectura obligada en todas las escuelas de periodismo de la Península. A las tentativas de la policía de cortarle el paso, invoca su derecho de libre circulación establecido por el Fuero franquista de los Españoles y su deseo de cumplir con la propuesta de Fraga de bañarse apaciblemente en la costa almeriense. Su Memoria recoge escrupulosamente las quejas y reclamaciones de la población de la comarca, justamente indignada por el desprecio y arrogancia de las autoridades y de los mandos militares estadounidenses, y su bien meditada decisión de convertirse en portavoz de las mismas. Las advertencias disuasivas de un capitán de la Guardia Civil de que, en caso de revuelta popular, se le puede escapar involuntariamente un balazo, reciben esta respuesta histórica: "Le aseguro que si en vida no hago política, mi cadáver sería tremendamente político".
Los sucesivos viajes a la zona afectada por la explosión, la carta de protesta dirigida a Franco por 269 vecinos, la visita a la Embajada norteamericana, la organización de la marcha reivindicativa de los derechos de los afectados en la que fue detenida y su traslado a las cárceles de Almería y Madrid constituyen uno de los mejores testimonios de la opresión de la dictadura franquista y del coraje de la autora para enfrentarse a ella.
Las burlas rastreras de Emilio Romero a la "duquesa revolucionaria", a esa "Grande de España acaudillando vehementemente a los pequeñísimos, y atrasadísimos, y humildísimos vecinos de Palomares" merecen figurar igualmente en otra antología: la del servilismo y la infamia. A diferencia de él y de otros chaqueteros -Fraga es el mejor ejemplo de ellos-, Luisa Isabel Álvarez de Toledo no dudó en apoyar a las víctimas de aquella humillación colectiva. La lectura de La era de Palomares es el mejor modo de rendirle un homenaje que nuestra cicatera y olvidadiza clase política le ha negado hasta hoy.
Juan Goytisolo es escritor.
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