¡Desesperación!
Hay que intentar ponerse en la piel de estos hombres -cosa harto difícil- para comprender su actitud en un festejo tan nefasto como el de ayer, del que sales cansado, dolorido y aturdido a causa de tanto aburrimiento, de tantos toros feos de solemnidad, mansos, ásperos, que no permiten un instante de lucimiento, y de unos toreros pesados, sin sentido del tiempo ni de la medida de sus posibilidades. Un horror de corrida, unos toros para perderlos de vista, y unos toreros para el análisis.
Debe ser desesperante buscar el triunfo con toda tu alma y que no llegue nunca; una corrida tras otra, un año y otro, y que toda la vida transcurra soñando. Gente modesta que un día decidió dejarlo todo por el toro -pero todo-, que ha hecho del sacrificio su compañero, con el cuerpo tatuado por cicatrices que duelen con solo mirarlas, y que no desespera a pesar de la oscuridad del futuro. Cada oportunidad parece la última, porque quizá se desconoce cuándo será la próxima, y hay que aferrarse a ella cual tabla de salvación, como si encerrara, vana ilusión, el triunfo que se anhela.
Esta gente modesta se ha pasado encerrada en el campo toda la feria de San Isidro, haciendo planes, diseñando faenas, estudiando estrategias y toreando de salón a ese toro imaginario que un día lo expulse del ostracismo y lo sitúe en la carrera del éxito.
Y llega el día de la corrida, -de la única corrida-, y esta gente modesta aparece por Madrid como sonámbula, mirando sin ver, saludando sin conocer, porque lo único que le importa es el toro de esta tarde. Y dormita una siesta de insomnio, con una maldita pesadilla que le hace saltar de la cama, y que ha confundido con la llamada del mozo de espadas que le anuncia que es la hora de vestir el traje de luces. Y todo él es un rito silencioso. No hay palabras. Como no las hay en el camino hacia la plaza, porque la cabeza es un torbellino de deseos, de ruegos, de rezos...
Y el toro, ese toro de Palha, te devuelve a la realidad. Y el viento, ese vendaval tan incómodo, lo descompone todo.
Y Bolívar, por ejemplo, sabe que el primero no tiene un pase, pero tiene aún más claro que está en Madrid y debe exprimir la oportunidad. Y se esfuerza, y consigue con algunas tandas meritorias, bien plantado en la arena. Pero puede más la sosería de su oponente, y todo se diluye entre la apatía general. Es verdad que su toreo dice poco, pero lo intenta desesperadamente. Y suena un aviso antes de entrar a matar, porque busca el triunfo y se ha olvidado del tiempo. Y lo que para el público es ya una eternidad, para él es un instante que debe seguir aprovechando. Pero no puede ser. Tampoco le acompaña la suerte en el cuarto, malaje de verdad, cabezazos al aire, bronco... Imposible. Y el sueño se agota. ¡No puede ser, por Dios!
Peor fue el caso de Salvador Cortés, quien tampoco desprende exquisiteces de sus muñecas, pero sí honestidad y afición a carta cabal. Cortés tuvo que aguantar el mal trago de que algún sector de la plaza aplaudiera al quinto toro en el arrastre mientras a él le dedicaba unos pitos. La gente no es mala; solo estaba aburrida. Y el torero, desesperado en la búsqueda del triunfo, se hizo un lío ante un toro que era un puro despropósito, y no estuvo bien, sin ideas claras, con la ilusión ya perdida. Se plantó bien ante el segundo, muy descastado, con la cara por las nubes siempre, que se para y no repite el viaje. Y Cortés se pone pesado, y aguanta las protestas de quienes están ya cansados. Sin embargo, a él solo le importa el triunfo que había volado desde que el toro salió por chiqueros.
Mejor suerte, por decir algo, tuvo David Mora. Y una actitud más clara ante su lote: muy valiente y dispuesto ante su primero, que era un marrajo, y se justificó ante el soso y noble sexto, un manso jabonero que volvió hasta tres veces a los toriles cuando vio la plaza y la hora que era.
Terminó la corrida. Y, ahora, qué. Una ducha en el hotel, una estancia vacía y silenciosa y una cabeza que está a punto de estallar. Hay que buscar excusas o razones ciertas para seguir adelante. Hay que volver al entrenamiento, no hay lugar para la desesperanza. El triunfo está ahí para todos y algún día, ojalá será suyo. El campo espera de nuevo, el toreo de salón, un tentadero en casa de un ganadero generoso... Ahí está siempre ese amigo que nunca abandona y te ofrece el acicate necesario para continuar. ¡Tú vales mucho! Cuando está terminando de arreglarse, se abre la puerta de la habitación. Es el apoderado. El torero desvía la mirada. Se niega a preguntar cuándo es la próxima...
Pitos
- La corrida de Palha no superó el examen de la presentación que exige Madrid. Toros muy desiguales, feos, destartalados y, además, mansos y deslucidos.
Ovación
- Domingo Navarro, subalterno de la cuadrilla de Bolívar, es un prodigio de inteligencia y generosidad en el ruedo. Siempre atento, siempre bien colocado, su presencia es una garantía para todos, Ayer, su capote fue, como siempre, providencial.
Babelia
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