Leonora Carrington o la rebeldía
El jueves, al día siguiente de morir en México la gran pintora y escritora Leonora Carrington, su amiga la novelista y periodista Elena Poniatowska plasmó, en este texto para EL PAÍS, la vida y la obra de una intelectual inclasificable
Mala mañana la de ese 26 de mayo en la que murió de neumonía Leonora Carrington en el Hospital Inglés, como lo llamamos en México porque lo fundó Lord Cowdray. Para México, para todos nosotros los mexicanos, la pérdida de Leonora es grande y dolorosa porque se lleva nuestras posibilidades de ir más allá de nosotros mismos y de entrar a Westmeath, Irlanda el país en el que los Sidhes te enseñan a tomar la vida como una aventura risueña y mágica. Los Sidhes son seres invisibles que acompañaron a Leonora mucho mejor que su Ángel de la Guarda y ahora mismo lloran sobre su tumba, también en el cementerio inglés.
En 1942, Leonora llegó a México y 10 años después comencé a entrevistarla aunque odiaba contestar preguntas y detestaba a los reporteros. A cada visita en su casa en la calle de Chihuahua, mientras tomábamos té, me daba alguna información y así, de año en año, fui recogiendo el material de la novela Leonora. Siempre la quise. En una ocasión, el año pasado, al bajar la gran escalera del Palacio de Minería en el que le habían hecho un homenaje, me regaló una sonrisa tan bella que iluminó varios días, o será que ahora soy más sensible a las sonrisas.
Vivir en la misma ciudad que ella fue una bendición, un honor, un privilegio
Al entrar los nazis en Francia denunció en Madrid a Hitler, Franco y Mussolini
Jamás le importaron las apariencias, no guardó la fachada, solo vivió para pintar
Llegó a México a la vez que el exilio español y fue gran amiga de Buñuel
Leonora llegó a México casi en los mismos años que el gran exilio español que tanto ha honrado a México y tanto ha significado en nuestra vida cultural y social. Si el exilio español nos enriqueció como lo hizo, si Luis Buñuel y Remedios Varo fueron sus amigos, también el destierro de la fabulosa pintora inglesa ha sido para nosotros una aportación invaluable. Saberla viviendo en la misma ciudad en la que nos recogemos todas las noches era una bendición, una prueba de confianza, un honor, un privilegio.
Habría que recordar el amor de los españoles al Museo del Prado y cómo salvaron su tesoro a pesar de los bombardeos, lo envolvieron como a un niño y lo llevaron a Ginebra. Leonora era nuestro tesoro y todas las noches le deseábamos que durmiera con los angelitos. Al compartir Leonora su creatividad con los mexicanos, la pintora inglesa nos hizo más creativos y su desafío -el desafío de toda su vida- fue también nuestro. Si ella vivía entre nosotros, teníamos que estar a la altura, si ella nos había adoptado teníamos que rendirle el mismo homenaje que ellas nos rendía al habernos escogido.
Mucho de lo que cuento en la novela Leonora ya estaba escrito. Ella se describió en varios momentos de su vida. Sólo cambiaba su nombre y el de Max Ernst o el de Joe Bousquet. En México sus cuentos publicados son El séptimo caballo, La dama Oval, La trompetilla acústica, La casa del miedo, Memorias de abajo y críticos y especialistas en el surrealismo han analizado su obra extraordinaria y su vida fuera de serie. De Leonora quisiera destacar dos temas que poco se han tocado. Se conoce poco su actitud ante el nazismo y cómo desde los primeros días de la Segunda Guerra Mundial, a partir del momento en que los nazis entraron en Francia el 24 de junio de 1940, denunció en las calles de Madrid a Hitler, a Franco y a Mussolini. Si la tacharon de loca era porque fue una clarividente y se dio cuenta del peligro antes que nadie.
Desde el instante en que dos gendarmes se llevaron por segunda vez a Max Ernst, el máximo pintor surrealista, a Les Milles, un campo de concentración en Francia, Leonora luchó contra la injusticia. La invasión de Polonia, la de Bélgica y de Francia la llenaron de rabia y en Madrid, ya desesperada, pidió una entrevista con Franco para decirle que no se aliara a Hitler y a Mussolini y repartió en la calle volantes pidiendo el cese al fuego. Antes que muchos se enfrentó a Hitler y al fascismo. Entonces la tildaron de loca, cuando en realidad se adelantaba a la inmensa locura que es la guerra. La encerraron en un manicomio en Santander. ¿Quiénes fueron normales? ¿Los que escondieron la cabeza como la avestruz o Leonora, la visionaria, que se alzó contra la guerra porque adivinó el peligro?
Otro tema conmovedor de su ya larga vida (el 6 de abril cumplió 94 años) fue su solidaridad con los judíos. El sufrimiento de Chiki, Emerico Imre Weisz, fotógrafo, su marido y el padre de sus dos hijos Gaby y Pablo, está ligado a la guerra civil de España. Chiki fue quien salvó la maleta de negativos de Robert Capa que hace más de un año apareció en México y que ahora es motivo de una película y un documental.
Leonora Carrington, que no era judía, se indignó más que ningún otro artista por el trato que se les daba a hombres y mujeres, a aquellos ancianos y niños que fueron llevados, encerrados en furgones sin luz ni aire, directos a un campo de exterminio. Desde entonces jamás dejó de mostrar su rechazo a una de las grandes taras de la humanidad, el holocausto.
Pretendí rendirle con Leonora un homenaje, un tributo amoroso. Leonora nunca sacrificó su ser verdadero a lo que la sociedad convencional esperaba de ella, nunca aceptó el molde en el que nos cuelan a todos, nunca dejó de ser ella, escogió vivir en un estado creativo que hoy nos exalta y nos llena de admiración, defendió su talento desde la madrugada hasta el anochecer, primero contra su padre y después contra una clase social que pretendía imponerle leyes estrictas, las mismas que han impedido el florecimiento y la creatividad de hombres y mujeres de talento que finalmente se rinden y regresan al conformismo. Leonora Carrington nunca cedió, jamás le importaron las apariencias, nunca guardó la fachada, vivió para pintar y para sus hijos -Gaby, filósofo y poeta, Pablo, pintor y médico con quienes tuvo una relación entrañable, la más cercana que pueda darse entre una madre y sus hijos-. El único fin de su vida fue defender su vocación de pintora y escribir textos que nadie más que ella podría escribir, como el relato de su encierro en el manicomio en Santander, que escribió primero en francés y tituló En bas, Down below, Memorias de abajo.
En torno a ella, en México, se hizo poco ruido porque escogió el recogimiento, el anonimato, el silencio, la vida lejos de los amplificadores de sonido y de imágenes ajenas a su aislamiento. Su casa era finalmente un retiro y su soledad era voluntaria.
¿Fue feliz Leonora? Quién sabe. ¿Somos felices nosotros? Ustedes dirán. Alguna vez, Leonora declaró que no tenía nombre para la felicidad pero si lo tuvo para la rebeldía y se levantó contra la iglesia, el estado, la familia. Su imaginación fue más allá de las leyes, de los cartabones, del qué dirán. Su único rito fue tomar el pincel o tomar la pluma o guisar. Alguna vez puso a hervir al arzobispo de Canterbury en mole verde.
Con su sentido del humor, destrozó cualquier imposición, hasta la de ser surrealista. Más que surrealista su mundo interior fue celta y su obra está muy cercana al mundo de su infancia, un mundo que nada tiene que ver con la lógica, un mundo inesperado de poesía que es el de los Sidhes, los little people que para nosotros, los mexicanos, son los chaneques que nos acompañan, jalan la comisura de nuestros labios para que sonriamos y nos desatan las agujetas de los zapatos.
Babelia
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