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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Una nena con sandalias

Pocos espectáculos callejeros resultan más gratificantes que ver a una nieta y a una abuela caminar tomadas de la mano. La mayor, hecha una sonrisa; la niña, excitada, pisando fuerte con sus sandalias nuevas. Es una visión que se produce, sobre todo, a finales de primavera, pero que, dados los bruscos cambios de temperatura que sufrimos y gozamos actualmente, puede suceder cualquier día. Es un estreno fugaz.

Esta ocasión que voy a narrarles resultó especialmente gozosa porque hace quince días -es decir, antes de esta jornada electoral que temo seca, exhausta, y ojalá me equivoque- iba yo también con sandalias nuevas, aprovechando el buen tiempo. Me había puesto un vestido suelto de algodón, una camiseta de manga media encima y unas sandalias que sólo había lucido anteriormente el día en que participé en la Feria del Libro de Jaén. Son de ante color lavanda fuerte, y me gustan mucho. A mi edad me regalo excentricidades propias de las adolescentes, y hasta de las niñas. Sandalias que me permiten arrancarle chasquidos al pavimento; pendientes de cristal de Murano en forma de cerezas, que me golpean las mejillas cuando camino y es como si me acariciara la amiga que me los regaló, allá en Venecia hace un par de años -¿te acuerdas? Claro que te acuerdas-, y broches en forma de piruleta que entorpecen cualquier intento de solemnidad por parte de quienes me abordan.

"A mi edad me regalo excentricida-des propias de las adolescentes"

De pequeña creía en el poder mágico de las sandalias nuevas, de colores fulgurantes. De mayor me parece que sigo creyendo, porque me ocurren asuntos prodigiosos cuando me las pongo.

Las sandalias que esta niña a la que yo seguía por mi barrio eran de un blanco encalado y repicaban en la acera como castañuelas. Cada dos por tres, la chiquilla se detenía, se miraba los pies, daba un tirón del brazo de su abuela, la obligaba a compartir su alegría. Iban las dos riéndose como ríen los niños, y los adultos cuando encuentran el motivo de volver a serlo. Porque sí.

En un momento determinado se separaron nuestros destinos. Yo iba a comprar viandas, a esa hora del lunes en que a las tiendas del barrio llegan los alimentos frescos: las verduras, los pescados, las carnes. De vuelta a casa iba con mis compras. Mirándome los pies, dando pasitos cortos o pasos largos, juntando las sandalias para intensificar la mancha de color, o separándolos para sorprenderme: un manojo de lilas, otro. Cosas de vieja. Cosas de niña.

Y entonces sucedió el prodigio. Vi otras sandalias. Eran de hombre, con unos pies fortachones dentro. Sandalias sin misterio, fuertes, de calidad, sandalias competentes, pero que se notaba, ay, que no habían tenido una infancia despreocupada. Levanté la vista y no, no era el hombre de mi vida, aunque seguramente era, o había sido, o será, de la vida de alguien. Un turista. En calzón corto y camisa a cuadros que envolvía su torso de bravo consumidor de cerveza. Mis sandalias y yo levantamos la cabeza, a punto de esbozar un gesto de desdén, pero nos detuvimos al ver lo que estaba leyendo el hombre.

Nunca juzguen a alguien por las apariencias.

El hombre, rubicundo, sonrosado, sonriente, respondió contemplándome con atención cuando torcí el cuello a medio metro de él e, inclinada, leí en el lomo, sin recato: Némirovsky - Sturm im Juni. Ah, qué gusto. Aquel buen alemán estaba leyendo una traducción a su lengua de Suite française, que usaba el título del libro segundo. En nuestras respectivas versiones de la lengua de Shakespeare y con la ayuda inapreciable del idioma de los signos nos dijimos que es un libro maravilloso, y que la pobre Irène tuvo un final prematuro y muy horrible: la gasearon en Auschwitz. El buen hombre se puso tan compungido y tan triste que tuve que irme. Comprendí que él leía el libro desde su condición de alemán. Y que eso es lo que hace grandioso el trabajo de Irène Némirovsky, su capacidad para llegarnos hasta hoy sin maniqueísmo, para tocar el corazón y desenredar la mente, cualquiera que sea la implicación del lector en el pedazo de historia -y de Historia, con mayúsculas- que retrata.

Me fui a casa y me quité las sandalias nuevas. Ese día ya habían cumplido con su misión.

www.marujatorres.com

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