El submundo
Hay quienes asocian el toreo, y no sin parte de razón, al señoritismo de habano y camisa de rayas con gemelos, a la estética de pelo engominado, de zapatos lustrados por un limpiabotas, de cadena de oro al cuello y de pulsera de mercadillo en la muñeca. De todo hay, sí. Pero, antes de que el toro acabe siendo víctima de un martirio aureolado de ceremonia telúrica y ancestral, remontable hasta donde uno quiera -los ritos mesopotámicos o similares-, el mundo taurino tiene una cara oculta que nada tiene en común con ese escaparate de mundanidad y pijerío.
Dejando a un lado a los matadores, la gente que anda alrededor del negocio -mayorales, mozos de estoque, monosabios, alguacilillos, puntilleros...- forma, por lo que tiene uno visto, un gremio pintoresco en el que se confunde la cazurrería con la sabiduría, las lecciones de la experiencia con los resabios supersticiosos, el sentido común con la inclinación al disparate, el instinto de supervivencia con el instinto de temeridad. Gente recia, amiga de las superficies de la vida, con un fondo dramático que suele encomendar a devociones religiosas elementales, de estampa y lamparilla, porque en su negocio los riesgos no solo son de índole económica: la muerte ronda siempre por ahí, dispuesta a cualquier ERE, le toque a quien le toque, porque a veces el azar se pasa de listo y acaba desviando la tragedia a quien menos se lo espera. Gente, en fin, que puede llorar a lágrima viva si se le muere el perro, el gato o el periquito, pero que jamás sentirá nada ante la muerte de un toro, por la misma razón por la que al dueño de una carnicería no se le despierta la compasión ante los pollos decapitados. Gente sin camisa de rayas, sin gomina ni zapatos lustrosos, que resuelve las entretelas de una pantomima suntuosa y atroz. Y, por supuesto, sin saber nada -lo que se dice nada- de ritos mesopotámicos.
Felipe Benítez Reyes es escritor, premio Nacional de Literatura.
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