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Columna
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Los políticos y la integridad

"Creemos en las personas". Esta curiosa sentencia suele aparecer a menudo en la propaganda electoral que atiborra nuestros buzones. Nadie se toma la molestia de explicar qué significa, pero oye, suena bien. En todo caso se nota que esperan que el lector les corresponda: "Cree tú también en nosotros, honrados políticos que pedimos tu voto". Sin confianza, esto no va. Y es que el "programa, programa, programa" que repetía Anguita, puede quedar diluido si no se acierta con las personas que lo encarnen, encarnen, encarnen. De ahí la sempiterna petición de las listas abiertas que muchos gustan de recordar (y que no estoy segura de secundar: sólo de pensar cómo complicarían aún más las campañas electorales, cómo intensificarían la competencia dentro de los partidos...).

En Euskadi la campaña parece ir ordenada, sin grandes algarabías y, en todo caso, con los escarmentados ojos puestos en Bildu y en su ovillo de lana multicolor (¿qué tejerán con él?). Frente a esa supuesta y aparente "normalidad", nos dejan atónitos escándalos como el de Dominique Strauss-Kahn, director del FMI y probable candidato (y ganador) socialista a la presidencia de la República Francesa. Aún suponiendo que no se pudiera demostrar la seria denuncia de agresión sexual realizada por la camarera del hotel, o incluso de que hubiera pruebas de que se trata de un complot para desprestigiarle, su carrera política parecería haber tocado fondo. Una vez instalada la semilla de la desconfianza, una vez que gran parte de la ciudadanía le hubiera visualizado como un sátiro y un prepotente incapaz de controlar sus impulsos, es improbable que pudiera (re)aparecer como un hombre íntegro.

Pero en todo este turbio asunto de Strauss-Kahn, hay también motivos por los que alegrarse. Al menos si tenemos un mínimo de perspectiva histórica. Porque estamos constatando que uno de los hombres más poderosos del mundo puede ser enjuiciado y encarcelado superando las principales barreras jerárquicas imperantes durante siglos y siglos: la barrera del género (una violación o su intento han sido y son torturas habituales para muchísimas mujeres del pasado y del presente -en el Congo, por ejemplo, ahora mismo son violadas más de mil cada día-, sin que su denuncia encuentre ninguna respuesta), la barrera de la clase social (es una mera camarera) y la de la raza (es negra). Dicho de otra manera, su enjuiciamiento plasma de modo muy gráfico que por fin estamos empezando a tomar en serio la idea de la igualdad entre las personas. Una creencia y una base judicial que se pueden utilizar, como todo, con buena o mala fe, pero que en todo caso suponen un punto de partida más justo que el que ha imperado durante siglos.

La mujer del César ha de ser honrada y parecerlo. Al César le pasa ahora lo mismo. "Creemos en las personas", muy bien, pero nosotros también queremos creer en nuestros políticos...

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