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Elecciones municipales
Columna
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El abuelo se ha hecho independentista

Lluís Bassets

Cataluña ha virado. El autonomismo era la ideología que articulaba la zona central del territorio político catalán. La palabra que designaba el amplio consenso catalán era incluyente: desde una militancia lingüística hasta un nacionalismo sentimental, pasando por todas las gradaciones y variables en la articulación con el Estado. Era un camino ancho y ambiguo en el que transitaban casi todos los vehículos. La Constitución no parecía ofrecer obstáculo a estas ambiciones, sino que era el cauce más ancho que había tenido España en su historia.

Esto ya no es así. Como en todo viraje, no ha sido un golpe de volante el que lo ha provocado, sino sucesivas rectificaciones. Una primera y poderosa fue obra de José María Aznar con su mayoría absoluta henchida de orgullo españolista, en la que intentó marginar a los nacionalismos. La reacción antiaznarista, que condujo al Pacto del Tinell y a la reforma del Estatuto catalán, fue el segundo momento. Si Aznar intentó culpabilizar a los nacionalismos por el terrorismo de ETA, los socialistas catalanes y los republicanos de Carod Rovira identificaron al PP con el franquismo, algo que hubiera quedado en agua de borrajas sin la victoria de Zapatero.

El autonomismo ha dejado de ser la ideología que articula el espacio central de la política catalana

El siguiente paso fue elaborar un Estatuto con menor consenso político que el anterior, en el que ya se echaron en falta orientación y liderazgo. Fue de máximos en sus orígenes; los socialistas catalanes lo rebajaron para llevarlo a Madrid; en La Moncloa fue rebajado todavía más, y en la comisión parlamentaria se pasó el cepillo para que saliera teóricamente sin tacha. Después de una labor tan larga y delicada, no pudo resistir el criterio de la mayoría realmente existente en el Constitucional. Cada peldaño descendido y cada demora han hecho su contribución al viraje; es decir, en cada colada se ha perdido una sábana del electorado autonomista.

Dice Miquel Roca, en el libro de conversaciones con Felipe González ¿Aún podemos entendernos?, del que soy coautor, que "los magistrados del Tribunal Constitucional no pueden dedicarse a hacer una sentencia sin pensar ni un minuto si el referéndum tiene trascendencia o no la tiene". A Roca le parece significativo que el guardián de la Constitución no haya tenido ni siquiera la deferencia de considerar en su sentencia que el texto analizado había sido ya aprobado por dos Parlamentos y por el cuerpo electoral catalán. Cabe la conjetura incluso de que exista alguna conexión entre este desprecio de la opinión catalana y el auge del independentismo.

La manifestación del 10 de julio en Barcelona fue una primera muestra. Las elecciones al Parlament, la segunda. Las consultas populares, la tercera y quizás la más potente: señala su límite (ese 21% de participación sobre censo en Barcelona), pero también indica su fuerza. Quien las considere una farsa incurre en una contradicción: si merecen tal calificativo, no vale la pena tenerlas en cuenta, y si se les da importancia, no son una farsa.

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Luego está el cambio generacional. Los jóvenes nacionalistas ya eran más independentistas antes del viraje. Algo que siempre había sucedido. Pero ahora la maduración no les modera, al contrario. Y hay que contar con el ejemplo de los abuelos, cansados y desengañados, a los que la edad no les hace más conservadores. Basta con ver el viraje personal de la generación de más edad, de todas las ideologías, para entender que el abuelo prototípico no podía quedarse impávido. A Jordi Pujol le gusta el mundo de Vicens Vives y Josep Pla, de Joan Sardà Dexeus y Salvador Espriu. Pero no hay nieto que aguante esta monserga. Al contrario, le piden al abuelo que haga el favor de mojarse.

En la nueva etapa habrá que saber a qué atenerse. Nadie sensato desconoce que habrá de nuevo diálogo, pactos y conllevancia. Pero habrá que contar también con que el interlocutor catalán será fundamentalmente independentista. El único que osa desmarcarse del nuevo consenso, que es Duran Lleida, se confiesa confederal. Hace unos años los democristianos eran federalistas. Roca dice en las mismas conversaciones que no ve diferencia entre confederalismo e independentismo. Si Europa y el mundo andan desorientados, sin hoja de ruta y sin líderes, ¿por qué nosotros, españoles, catalanes, íbamos a ser menos?

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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