Leyes y perros
Siempre se ha dicho que la justicia, si es lenta, ya no es justicia. Nuestra Constitución quiso consagrar este inveterado sentir popular al afirmar que todos tienen derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas.
Por eso, la ley penal establece unos plazos para perseguir los delitos. Pasados esos plazos, desde que se cometió el hecho, este ya no puede ser investigado, ni perseguido, ni castigado. Son los plazos de la prescripción, que son proporcionales a la gravedad de los correspondientes delitos.
Dentro de esos plazos, sin embargo, el inicio o la prosecución de la investigación, del proceso o del juicio puede llegar a ser asombrosamente lento. La complejidad del asunto, las insuficiencias de los medios de la Administración de justicia, el desacierto de los profesionales, o su falta de diligencia, pueden hacer que un proceso sufra retrasos y, a veces, resulte casi eterno.
Aunque el delito sea perseguible, a medida que pasa el tiempo, la severidad de la justicia se va debilitando
Para los perjudicados por un delito la espera originada por esos retardos, esas dilaciones, resultará no solo inexplicable, sino también insoportable. Pero para nuestro Tribunal Supremo, "la necesidad de la pena queda debilitada por el transcurso del tiempo". O sea, que aunque el delito sea todavía perseguible, porque aún no ha prescrito, a medida que pasa el tiempo, la severidad de la justicia se va debilitando, atenuando. Como si, antes de abandonar, por prescripción, la persecución de un delincuente, el Estado ya diera síntomas de cansancio o desinterés. Para los procesados, sometidos a la espada de Damocles de una amenaza de condena, cuando esta se prolonga en demasía, también puede resultar insoportable la ineficiencia de la justicia.
Por estas razones nuestros tribunales venían aplicando una especie de atenuación no escrita en el Código Penal, de disminución de la pena por atrasos indebidos. Desde el pasado diciembre esa atenuante de la pena está recogida en el Código. Será circunstancia que atenúa la responsabilidad penal la dilación extraordinaria e indebida en la tramitación del procedimiento. Pero si el propio inculpado provocó la dilación, no podrá beneficiarse de la atenuación.
No obstante, según nuestros tribunales, nunca es atribuible al propio inculpado ninguna dilación derivada del ejercicio de su derecho de defensa por sus abogados. Si un hábil equipo de abogados formulara la petición de pruebas o contrapruebas complejísimas, costosas, distantes, podría dilatar extraordinariamente el proceso, pero ello no impediría la aplicación de la atenuante referida. Cualquiera puede imaginar lo que esto significa cuando se trata de procesos muy complejos relacionados con delincuencia económica, y con toda la denominada de cuello blanco.
Todo esto viene a cuento porque acaba de hacerse pública la sentencia del Tribunal Supremo, del pasado 24 de febrero, en la que se ha condenado al presidente del consejo de administración de Banesto, a su director regional para Cataluña y Baleares, y a un prestigioso abogado de Barcelona como responsables penales de un delito de acusación y denuncia falsa, y se les ha aplicado la atenuante de dilaciones indebidas.
Se habían querellado contra unos clientes, imputándoles hechos falsos, como medida de presión para el cobro de una deuda que tenían con el banco. El proceso fue complicadísimo y estuvo lleno de incidencias, en una inacabable esgrima procesal. Duró 15 años. Evidentemente, para cualquiera, eso es dilación excesiva, pero no por ello, necesariamente, indebida, merecedora de atenuación. A nadie se le ha atribuido una dilación maliciosa, o simplemente injustificada. Nadie responde por la dilación, ni por el fracaso práctico del sistema penal. Casi nadie entenderá que una misma ley proclame la severidad del castigo penal y, a la vez, abra la puerta a hábiles maniobras que conducen a la benignidad para los ilustres condenados.
Quien sí lo entendía era un personaje de Aurora Roja, la novela de Pío Baroja. Era El Madrileño, que discutía con Prats, el catalán, ambos anarquistas. Cuando este distinguía entre leyes buenas y malas, El Madrileño sentenció: las leyes, como los perros, solo ladran a los que llevan blusa y mala ropa. Ha pasado un siglo desde entonces, han cambiado las ropas, pero los perros ladran igual.
José María Mena es exfiscal jefe de Cataluña.
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