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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Al Capone amaba el jazz

Diego A. Manrique

Convendría puntualizar este titular. Alphonse Capone, como descendiente de napolitanos, amaba el bel canto y veneraba a Enrico Caruso. Pero Capone era hijo de su tiempo y también apreciaba el jazz. De hecho, el desarrollo del jazz hubiera sido más lento de no haber contado con el patrocinio de Capone y otros gánsteres.

El sábado, Canal + 2 ofrecía una maratón de Boardwalk empire, la primera temporada de la serie. Allí aparece Capone trabajando de máquina de matar, aunque humanizado, como corresponde a las convenciones de la HBO: es el padre frustrado ante la sordera de su hijo, aparentemente ignorante de que la dolencia derivaba de su propia sífilis. El personaje está metido con calzador en lo que es una crónica de la corrupción política en Atlantic City, muy lejos de su territorio. Pero me empuja a buscar información sobre la leyenda de Caracortada Capone como santo patrón del jazz.

Inevitablemente, la Prohibición supuso la proliferación de tabernas, clubes y prostíbulos donde se podía consumir alcohol. Bastantes locales eran controlados directamente por bandas de contrabandistas y necesitaban músicos que animaran aquello. Se recurrió a los jazzmen (en muchos casos, negros), para consternación de los sindicatos de músicos (reservados a blancos), que consideraban semejantes sonidos "vulgares". En Chicago, los jazzmen gozaron de la simpatía de Al Capone y su hermano Ralph. Dejando aparte su modus operandi, parece que Al carecía de prejuicios raciales: se casó con una irlandesa, admiraba a los judíos y daba empleos a negros. Algunos, como el contrabajista Milt Hilton, complementaban sus ingresos distribuyendo licor. En esas labores, Milt sufrió un accidente que hubiera sido aún más grave si llegan a amputarle un dedo. Según recordaba Hilton, llegó Al Capone justo a tiempo y advirtió al médico que debían preservarle la mano. Era una orden y así se tomó; Capone se ocupó de todos sus gastos hospitalarios.

No todos los jazzmen tuvieron encuentros gratos. Fats Waller fue secuestrado en Chicago y llevado a la localidad contigua de Cicero, donde los Capone habían abierto incluso un Cotton Club, en imitación del cabaret de Harlem. En realidad, se esperaba que Waller animara la fiesta de cumpleaños de Al, cosa que hizo durante los tres días siguientes. Volvió con los bolsillos llenos de billetes, pero con el miedo en el cuerpo. El guitarrista Eddie Condon decidió dejar de tocar en el Alcázar al descubrir que el propietario era Capone. Si estaba el jefe, la juerga mantenía cierto decoro pero sus hombres tendían a la violencia, como comprobó el cornetista Jimmy McPartland: "Un mafioso podía romper una botella en la cabeza de alguien, luego se la restregaba por la cara y terminaba dándole patadas; mientras, nosotros no debíamos dejar de tocar". Muchos jazzmen de aquella generación transformaron en anécdotas sus encuentros con Al Capone. Y la mayoría eran risueñas: Earl Hines recordaba propinas de 100 dólares. Otros no se sintieron tan impresionados: Capone prefería las melodías sentimentales.

Lo cierto es que Al brillaba en comparación con su hermano menor, más brutal en público. Y se reveló como un maestro en las relaciones públicas. Sermoneaba a los músicos jóvenes, para que no olvidaran escribir a sus madres y les recomendaba asistir a oficios religiosos. Les prevenía contra los peligros de las drogas, aunque él era un consumidor secreto de cocaína.

Revisando Boardwalk empire, uno descubre la escasa distancia entre el gánster y el modelo estadounidense del cacique, el boss que controlaba una ciudad, como hacía Nucky Johnson en Atlantic City. El Capone histórico no estaba tan pulido pero dominaba el arte de despertar empatía en sus encuentros. En unos minutos, llegaba a la intimidad y se ganaba la amistad de personas que olvidaban convenientemente el modo en que se ganaba la vida. Tenía maneras de político aceitoso. Aunque terminó ejerciendo de músico. Encarcelado en Alcatraz, formó un trío con otros presos. Tocaba el banjo, un invento afroamericano, pero recaló finalmente en la mandolina, tan mediterránea. No le ganó simpatías. En 1936, estaba mostrando su nuevo instrumento a un funcionario cuando un penado rencoroso le clavó una cuchilla de barbero. Capone lo superó y viviría 10 años más.

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