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Columna
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Esperando una señal

José María Ridao

A dos meses de las elecciones municipales y autonómicas, el partido socialista transmite la impresión de estar más preocupado por decidir quién será el cabeza de cartel en las próximas generales que por promocionar sus candidaturas para mayo. De no deshacer este equívoco con urgencia, sus consecuencias pueden ser devastadoras tanto en mayo como en las próximas generales. Con el agravante de que corregir no resulta fácil a estas alturas. Si Rodríguez Zapatero anunciara que vuelve a presentarse, una parte del electorado podría mostrar el rechazo a la decisión castigando al partido socialista en las elecciones municipales y autonómicas. Pero si anunciara su renuncia, los movimientos internos para la sucesión provocarían seguramente un efecto similar. Y a la vista está que prolongar el silencio tampoco es una buena alternativa.

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El presidente del Gobierno no estuvo afortunado al alimentar las especulaciones sobre su continuidad en una charla informal con periodistas, a principios de año. Tampoco lo están ahora los barones que, intentando salvar sus propios muebles, contribuyen a prolongarlas. Resulta sorprendente que, unos por otros, hayan perdido de vista que la única vía relativamente segura para minimizar los daños es reforzar la unidad de su partido en torno a una estrategia, sea la que sea, no buscar atajos individuales, inciertos a estas alturas. La suspensión del mitin de Vistalegre, con independencia de los verdaderos motivos que haya detrás, es un pésimo mensaje. Aparte de ofrecer una inquietante imagen de desacuerdo, deja flotando la duda de si la dirección socialista sigue teniendo ascendiente sobre los barones.

Entre las razones que explicarían las dificultades internas en el partido socialista se encuentra la última remodelación del Gobierno. No tanto por haberla realizado como por la clave sucesoria que se le quiso imprimir. Sobre todo cuando, como ahora se comprueba, o no era una apuesta firme o no se previeron las reacciones que provocaría. Por si no fuese bastante con haber alentado las especulaciones sobre quién encabezaría la sucesión de Zapatero, ahora se aceptan también apuestas sobre cómo se llevaría a cabo y cuándo. Y a medida que el tiempo pasa, se complica la tarea de acomodar los procedimientos estatutarios del partido socialista para elegir candidato electoral con los procedimientos institucionales para investir un nuevo presidente del Gobierno, si es que eso está en los planes para abordar el último tramo de la legislatura. Se podría dar la circunstancia de que, aunque Zapatero decidiera marcharse, no pudiera hacerlo, lo mismo que le ocurrió en 1993 a González.

Existe, por lo demás, otra variable que no parece tomarse en consideración. Si la derrota socialista en las elecciones municipales y autonómicas resultara tan concluyente como vaticinan las encuestas, no es seguro que el Gobierno pudiera sostener la legislatura hasta el final. El calvario que comenzó al desencadenarse la crisis económica, y que se agudizó cuando el Gobierno se vio obligado a reconocer sus efectos, podría alcanzar extremos inéditos. La alternativa a la que se enfrentaría entonces Zapatero no sería diferente de la que encaró Montilla en el tripartito catalán: adelantar las elecciones para perderlas o resistir al precio de provocar una irrecuperable sangría de apoyos. La confianza en que un factor sobrevenido como el inicio de la recuperación económica pudiera acudir en socorro del partido socialista conlleva el riesgo de esperar en vano. En cuanto al final del terrorismo, ni sería aceptable vincularlo a las necesidades electorales ni es segura estos momentos su influencia en los votantes.

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Si la dirección del partido socialista y del Gobierno cuenta con adoptar alguna iniciativa, no es mucho el plazo del que dispone, si es que todavía dispone de alguno. El discurso de que es posible ganar a las encuestas resulta obligado para cualquier dirigente en dificultades, pero no pasa de ser eso, un discurso. Por más que se repita como un mantra, ni colocará entre paréntesis el debate sucesorio permitiendo que los socialistas se concentren en promover a sus candidatos municipales y autonómicos ni tampoco movilizará a su electorado. Este se encuentra a la espera de una señal, siquiera una, para confiar de nuevo. Pero es como si, agotados los efectos del voto del miedo hacia el Partido Popular que decidió las elecciones de 2008, los líderes socialistas se hubieran quedado sin nada que ofrecer. Y no es que los populares ofrezcan gran cosa; tan sólo el primer punto de lo que le exige perentoriamente su electorado: desalojar sin contemplaciones al Gobierno de Zapatero. Lo que vaya a pasar después, ni parecen saberlo ni dan señales de que les importe.

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