Rusia en París. Traiciones y Revolución
Existió una ciudad rusa a principios del pasado siglo donde se vivía una triste belle époque. Tenía 150.000 habitantes y se llamaba París.
El hecho de que no quedara entre las tenues fronteras que dividen Europa de Asia era sencillamente anecdótico. Si los países están compuestos de las almas de quienes los habitan, la capital francesa fue una auténtica metrópoli rusa. La tierra quedaba dentro de cada uno de los exiliados tallada a sangre y fuego. Pero una cierta esencia viajó hacia allí.
Cuando los bolcheviques se hicieron con el poder, la aristocracia y la realeza que logró huir de San Petersburgo no encontraron escondite más familiar a tono con los delirios de Pedro el Grande y los sueños rotos de Nicolás II que París. Era su ciudad soñada. Su idea emulada. El Santo Grial. Quedaba lejos. Pero no tanto.
"El asesinato del burdo y zafio Rasputín fue cometido por el frío, femenino y doble príncipe Yusupov"
Por eso, en ella, además de aquella cuna de vanguardias, bohemia, moda y vida chic, había lugar para el sarcófago de un éxodo adonde fueron a parar príncipes destronados, princesas que tuvieron que ponerse a trabajar sin admitir su acuciante necesidad, nobles metidos a taxistas -era lo único que sabían hacer, conducir-, políticos extremistas y moderados, estudiantes hambrientos, monjes y adictos a los casinos, generales y traidores.
A todos y cada uno de ellos entrevistó el periodista español Manuel Chaves Nogales. Con sus testimonios fabulosos, tristes, delirantes y trágicos tejió una gran crónica del exilio que publicó en su día en Ahora bajo el título Lo que ha quedado del imperio de los zares. Aparece estos días en la editorial andaluza Renacimiento como producto de esa lenta pero efectiva recuperación del genio reportero hasta hace muy poco medio enterrado en el olvido.
No es que a Chaves Nogales le apasionara realmente el tema ruso. De hecho despreciaba ese, para él, demasiado exagerado sentimiento trágico e intenso de su literatura. Tampoco le gustaban los toros, pero escribió la biografía de referencia sobre Belmonte. Y es que Chaves Nogales, ante todo, era un profesional. Como tal se convirtió en un cruel notario de los efectos de la revolución en libros como este o en otros como Un pequeño burgués en la Rusia roja, La bolchevique enamorada y una obra maestra: El maestro Juan Martínez que estaba allí (Libros del Asteroide), la crónica de un bailaor flamenco y su esposa atrapados en las confusas fauces de aquel acontecimiento.
Pese a redundar tanto en el tema, no había obsesión rusa en él, comenta María Isabel Cintas, de la Universidad de Sevilla, experta en el autor y encargada de reunir su obra completa. "No había tal. Digamos que era España, una parte al menos, la que admiraba todo lo ruso muchas veces sin conocerlo, o solo conociéndolo en su aspecto anecdótico y, con frecuencia, intrascendente. O no bien asimilado. O ingenuamente entendido".
Aquella visión crítica, clarividente, apartada de pasiones cegadoras, le labró tantos enemigos que le cobraron la cuenta de un desprecio histórico por parte de la izquierda hasta hoy. Su oposición frontal al fascismo le costó lo mismo en el otro bando. Y la tragedia de Chaves Nogales -quedarse en medio, pegado a su mirada de burgués liberal, como defiende en el prólogo de A sangre y fuego-, en su responsabilidad equidistante, es una rémora que ya ha llegado a su fin.
Quizá no estábamos capacitados para entenderle hasta hoy, cuando se han cumplido casi 70 años de su muerte por una mala peritonitis en Londres en plena guerra mundial. "Es cierto, leyéndolo hoy pensamos: Es verdad, es exactamente así, así es lo que ocurrió, pero él estaba entonces en medio, cómo discernía, cómo es posible que acertara tan de pleno... Esa es quizá la razón de su éxito hoy".
Lo difícil era averiguarlo en caliente: "Cuando estamos tan lejos de admirar a los bolcheviques, o de comulgar con el fascismo cerrado y cutre de los generales; hoy, que formamos una democracia consolidada, laica de hecho (aunque se le llame aconfesional), que admitimos el valor del diálogo y estamos dispuestos a que nadie nos escamotee la democracia, hemos aceptado entre nosotros sus opiniones en la certidumbre de que pensaba como nosotros en este tiempo, no en el suyo", dice Cintas.
Así le pasó con Rusia. "Un sector de la sociedad española quiso imitar lo ruso, su revolución, y Chaves vio, solo con sentido común, que eso era una equivocación y que tendría fatales consecuencias. Por ello, sus escritos van dirigidos más a conocer los lugares de los que habla (sus viajes por la Rusia soviética, por ejemplo), para explicarse a sí mismo y luego explicar al lector que había grandes errores en aquellos comportamientos revolucionarios. Y que esa admiración desmedida por lo ruso, política incluida, proporcionaría una coartada a las derechas para usar la represión, como también ocurrió, y no solo en España, también en Inglaterra, también en Francia", añade Cintas.
Pero su obligación, más allá de meterse en políticas, fue la que le guio como periodista de raza toda su vida. Andar y contar. Y en eso fue un testigo adelantado. Anduvo por España, África, América y casi toda Europa. Mantuvo la moderación, la cabeza fría y un anhelo de entendimiento constante alejado de los fanatismos. "Por encima de todo, Chaves fue demócrata y defensor del diálogo y el razonamiento, como Azaña: demócrata antes incluso que republicano".
Un demócrata curioso y entrometido, caminante y arriesgado con el consentimiento de su familia. "El trabajo era para él un disfrute. Y antes que rehuirlo, lo acogía y lo recreaba. Resulta un disfrute también para nosotros verlo en las fotografías de prensa que ilustraban sus trabajos, de sus accidentes aéreos, de su plena actuación entrevistando a alguien o montado en un caballo por los desiertos africanos. Disfrutaba de la vida. Y el trabajo era una faceta de la vida. Tuvo la suerte de tener una familia que lo respetó en esta faceta y no le pidió explicaciones. A veces se perdía por tiempo. Decía: solo si paso más de tres días sin dar señales de vida, llamad a la policía".
En París se perdió tratando de recrear para esta crónica de referencia rescatada ahora el asesinato del "burdo y zafio Rasputín" a manos del "frío, femenino y doble" príncipe Yusupov -de quien el monje estaba enamorado, según Chaves Nogales-; el misterio de la princesa Anastasia, en teoría huida del asesinato de su familia por los bolcheviques y reaparecida, para incredulidad de muchos, años después en un sanatorio; las aspiraciones de visionarios moderados como su admirado Kerenski, las desapariciones de generales raptados por los bolcheviques o las cuitas de Isadora Duncan, la bailarina roja, suplantando a la Balachova en su propia casa expropiada de Moscú. Por no mencionar las vicisitudes de literatos como Gorki o una joven Irene Nemirovski, hija de un banquero ruso, a la que conoció con 25 años y le relató cómo tuvo que esconderse de ser perseguida entre sardinas, sacos de patatas y libros de Oscar Wilde y Platón.
Todo es una danza de ida y vuelta, un carrusel en el que Chaves Nogales mezcla la magia, la cruda realidad, las aspiraciones y los sueños rotos de toda esa curiosa especie de rusos en la diáspora.
La mayoría de los episodios los conoció de primera mano. Entrevistó -interviuvó, según sus propios términos- al gran duque Cirilo, emperador de los desheredados, como le califica él. Se encontró con Miliukov, el jefe de los constitucionalistas, y con Kerenski, encargado de detener al zar y luego perseguido, vendido y vilipendiado por sus convicciones demócratas. Conoció a los nobles y miembros de la realeza destronados más vividores, como el gran duque Boris, primo del zar: "De todos, el que con más elegancia arrastra su nostalgia y su fatalismo por las boites de nuit de Montmartre y las salas de juego de la Costa Azul", escribe Chaves.
El lugar de la crónica es multidimensional. Se labra en París, se cuece en sus calles, pero acontece en la misma medida en Rusia. En mitad de la guerra, la represión, la revolución y los excesos que llevaron a ella por parte de unas clases putrefactas. Se coloca con la misma compasión en la cabeza de Anastasia, cuando relata su vida en palacio, que en los bajos instintos y las maniobras de Rasputín y sus asesinos.
Esos pasajes son memorables. Sobre todo los que recoge del dietario de la vida íntima de la familia real relatada al detalle por la misteriosa aparecida, lo mismo que el cautiverio y la ejecución de la familia: "Todas estábamos pendientes de mi hermano. Le estaba prohibido montar a caballo, subirse a los árboles, montar en bicicleta. Le construyeron un triciclo especial. Le gustaba que le rindiesen honores y le saludasen, incluso los viejos generales y los altos dignatarios. Papá se enfadaba con esto. Cuando estaba enfermo era terrible".
Luego describe la ejecución y el cautiverio: "Vi que súbitamente hacían fuego contra nosotros. Yukovski estaba en medio del grupo y tiraba contra papá. Yo recuerdo que estaba al lado de Olga y que instintivamente procuraba esconderme detrás de ella. Después, nada. Todo daba vueltas. Había un cielo azul cuajado de estrellas sobre mi cabeza. Cuando recobré el conocimiento estaba en un carro escondida entre la paja... Mis cabellos estaban pegados y ensangrentados".
Como son de enmarcar las descripciones del asesinato de Rasputín. El monje fue asesinado en el palacio Yusupov por el príncipe que daba nombre a la estancia. ¿Sus motivaciones? "Matar a Rasputín, deshacer el mito que se había formado alrededor de aquel campesino omnipotente, era ya una hazaña digna de gran duque". Así que Yusupov urdió un plan: "Bebía vino y comía pastelillos envenenados con cianuro mientras el mismo Yusupov le entretenía tocando la guitarra y cantándole canciones gitanas. Tras una puerta, el gran duque Dimitri, revólver en puño, esperaba. Pero aquel diablo de Rasputín ingería terribles dosis de cianuro y no caía".
Andar y contar era la máxima resumida de Chaves Nogales. Mirar, escuchar, relatar con el aliento de todo clásico eternamente moderno su maravilloso logro de maestro intemporal.
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