Demasiado ocupada para la revolución, de momento
La sociedad palestina contempla expectante lo que ocurre en Túnez y en Egipto, pero duda sobre los efectos que las nuevas democracias pueden tener en la zona. Y en Israel
Cada vez que un ciudadano del Magreb o de Oriente Próximo utiliza el término Intifada, levantamiento, para referirse a las revueltas que han derrocado a Ben Ali en Túnez y a Mubarak en Egipto, y que podrían acabar con el sátrapa libio Muamar el Gadafi, queda flotando la pregunta de cómo influirá esta marea revolucionaria en la situación de los palestinos. Fueron ellos, en efecto, quienes convirtieron esta palabra árabe en una expresión corriente en cualquier lengua. En dos ocasiones, una en 1987 y otra en 2000, los palestinos protagonizaron un levantamiento general contra la ocupación israelí, que dura desde 1967. Ahora, sin embargo, se cuentan entre los ciudadanos de la región que conjugan una desbordante alegría por el estallido de la revolución democrática en el entorno con una insalvable dificultad para traducirla a sus propias realidades. Al principio de las revueltas hubo tímidas manifestaciones en Cisjordania y Gaza que pedían el fin de la división política de los territorios, y que fueron reprimidas por la Autoridad Palestina y por Hamás alegando imprecisas razones de seguridad.
Los 'check point' se llamarán terminales, y está previsto que sean gestionados por empresas privadas
Hay 6.000 palestinos apresados por el ejército en Cisjordania y Gaza que cumplen condena en Israel
El ocupante puede encarcelar palestinos que deberían ser tratados como menores según la normativa internacional
Si Túnez y Egipto evolucionan como quieren sus pueblos, Israel dejará de ser la única democracia de la región
La explicación de esta momentánea parálisis se encuentra, en parte, en el hecho de que la sociedad palestina está exhausta tras más de cuatro décadas de ocupación israelí. Existe, sin embargo, otra razón tal vez más relevante que tiene que ver con el aberrante entramado político construido en Cisjordania y Gaza sobre las ruinas de los Acuerdos de Oslo, un referente imprescindible para esa porción de la comunidad internacional que sigue aferrada a la fantasmal existencia del "proceso de paz" y un frustrante recuerdo para los palestinos de a pie. A tenor de los Acuerdos, se convocaron en los territorios unas elecciones que tenían por objetivo dotar de legitimidad democrática a los representantes palestinos que negociarían con los israelíes el fin de la ocupación. Pero Arafat, por un lado, y los sucesivos primeros ministros de Israel, por otro, coincidieron en el propósito de desbordar la limitada tarea prevista para los electos por la vía de convertirlos en una figura extraña, la del Gobierno y el Parlamento de un Estado que, sin embargo, no existe. Como primer presidente de la Autoridad, Arafat creyó que así plantaba la semilla de una futura independencia que alcanzaría de forma paulatina. Israel, por su parte, entendía que la creación de un Gobierno en los territorios ocupados le permitiría ejercer un control indirecto sobre los palestinos, recreando una situación semejante a la de las autoridades colaboracionistas. "Puesto que Oslo ha fracasado", dice Jamal en Ramala, "los israelíes pueden guardarse donde quieran la Autoridad".
En opinión de los palestinos, esta es una prolongación de la ocupación, una criatura que solo ha servido para enriquecer a los dirigentes a cambio de una irritante sumisión a los intereses y exigencias de Israel. No es el caso de Hamás, convertido en Gobierno de facto en Gaza: sus líderes hacen gala de austeridad y se presentan, al tiempo, como la única fuerza que planta cara al ocupante. Su victoria electoral en 2006 debe mucho a esta imagen, en gran medida coincidente con la realidad, lo que no impide que los palestinos de Gaza hayan adquirido conciencia del precio que tienen que pagar, sobre todo desde su separación política de Cisjordania. Hamás ofrece resistencia frente a Israel, sin duda, pero a cambio de sacrificar cualquier atisbo de libertad interna. El inhumano bloqueo de Gaza, en contra de lo que imaginan los estrategas israelíes, ni suma ni resta apoyos a Hamás y su proyecto totalitario. Simplemente hace de Israel un Estado aún más aborrecible para los palestinos, lo mismo que el bloqueo y la devastadora Operación Plomo Fundido, saldada con cerca de 1.400 víctimas, de las cuales 350 eran niños y 200 mujeres. En estas condiciones, levantarse contra el Gobierno de Hamás, o contra la Autoridad Palestina en el caso de Cisjordania, no cambia, a ojos de los palestinos, la razón principal de su infortunio: la ocupación, división y sistemática apropiación de su territorio por parte de Israel. "Es como si dos adversarios negociaran sobre la propiedad de una tarta", dice un funcionario internacional en Jerusalén Este, "mientras uno se la va comiendo".
Esta parálisis sobre el terreno podría resultar aparente, puesto que es pronto para saber cómo reaccionarán los palestinos. Lo cierto, en cambio, es que las revueltas están ejerciendo una trascendental influencia sobre el pretexto con el que Israel ha justificado hasta ahora sus acciones. Si Túnez y Egipto, y tal vez otros países, evolucionan en el sentido que han reclamado sus ciudadanos, Israel perderá entonces su condición de única democracia de la región y, con ella, la carta blanca que se ha arrogado para defender "los valores de Occidente" por cualquier medio, tanto militares como otros, más sutiles, relacionados con la aprobación y aplicación de normas dirigidas a proseguir la "construcción nacional" de un Estado solo para judíos. "No hago esto ni como israelí ni como judía", dice Dana Golan, una antigua oficial en Hebrón y directora de Breaking the Silence, la organización que denuncia las acciones del ejército en los territorios ocupados a través de testimonios de los soldados que participan en ellas. "Lo hago como ser humano que no puede consentir que se maltrate a otro". Los testimonios están publicados y dan cuenta de detenciones arbitrarias, de palizas, también de muertes. Pero basta someterse a la experiencia de atravesar a pie un check point, según tienen que hacer a diario los palestinos dentro de su propio territorio, para advertir la arbitrariedad y la prepotencia con la que actúa el Ejército israelí.
Es viernes, y no hay demasiada afluencia de palestinos al check point de Kalandia, en la carretera entre Jerusalén y Ramala. Se trata de una construcción metálica que interrumpe el trazado del muro levantado por Israel, compuesta por varios corredores estrechos y enrejados de una treintena de metros que acaban en un torno de la altura de una persona. Son los soldados quienes lo accionan desde una cabina blindada y situada al otro lado, en la que controlan los documentos. Un potentísimo altavoz transmite frases ininteligibles que podrían ser órdenes o informaciones, tal es el grado de distorsión del sonido. Aunque existe un sistema de luces rojas y verdes que indican qué corredor está abierto, quien se dispone a pasar no tiene forma de saberlo antes de adentrarse en uno o en otro.
Tres jóvenes palestinos que van juntos parecen haber descubierto el que funciona. Entra el primero, y el soldado cierra el torno a continuación, separándolos y obligando a los dos restantes a reiniciar la búsqueda de un paso abierto. Este se encuentra ahora en el extremo opuesto del check point, hacia donde se dirige la pequeña multitud de palestinos que se ha ido congregando, entre ellos una familia de seis miembros, el padre, la madre con un bebé en los brazos y tres niños de corta edad. En esta ocasión es una soldado la que se encuentra en la cabina blindada, y deja pasar a dos de los tres niños, que se ven de pronto solos y aislados del lado israelí. Ante las insistentes advertencias del padre, la soldado deja pasar a la madre, y al intentar seguirla, el tercer niño queda prisionero en el torno, atrapado entre las dos filas de rejas. Tras largos minutos, el mecanismo vuelve a abrirse, liberando al niño y permitiendo que también pase el padre. El registro de sus documentos, lo mismo que el de sus ropas y pertenencias mediante una inspección visual y a través de rayos X, se realiza a gritos, la soldado sin salir nunca de la cabina. El Gobierno israelí ha decidido cambiar el nombre de check points por el de terminales; también privatizar el casi centenar que separa a unas poblaciones cisjordanas de otras, incluyendo ciudades como Belén, Hebrón o Nablús. En esta última está considerando retirar el control, uno de los de peor reputación entre palestinos y observadores extranjeros.
Los largos años de ocupación han dejado un balance invisible, aunque muy presente en la conciencia de los palestinos, junto a las evidencias de humillación, miseria, aislamiento y expropiación que implican la construcción del muro y los asentamientos en contra de la legalidad internacional. "El número de palestinos que el ejército ha apresado en Cisjordania y Gaza se aproxima a los 6.000", dice Sahar Francis, de Addameer, una asociación de Ramala que presta atención jurídica a los detenidos tanto por Israel como por la Autoridad. "Desde 2005, cumplen la condena en cárceles israelíes, al desmantelarse los campos de prisioneros en los territorios ocupados". Esta transferencia, contraria a las Convenciones de Ginebra, se basa en el hecho de que Israel no reconoce estar ocupando un territorio que no le pertenece, de manera que priva a los palestinos del derecho de resistencia y, por esta vía, convierte cualquier acción contra su ejército en terrorismo, desde una manifestación pacífica hasta la colocación de una bomba. "La ley para juzgar a los palestinos de los territorios", añade Sahar Francis, "tampoco es clara". Puede ser la otomana previa al Mandato británico, la jordana posterior a 1949, las ordenanzas de seguridad dictadas por el Ejército israelí o, incluso, las normas aprobadas por la Autoridad. Existe además la figura de la detención administrativa, por la que los palestinos pueden ser encarcelados sin juicio por periodos de seis meses renovables. La arbitrariedad es también la norma de la Autoridad, de la que, además, no es posible obtener cifras de detenidos, aunque podrían rondar los 700.
Entre las singularidades del sistema penal empleado por el ocupante se encuentra la posibilidad de encarcelar palestinos que, de acuerdo con la legalidad internacional, deberían ser tratados como menores. Ello se debe a que Israel considera que en los territorios ocupados la edad adulta no se alcanza a los 18 años, sino a los 16. En la actualidad, según Addameer, y debido a esta disposición, son cerca de 300 los menores palestinos que cumplen condena en cárceles ordinarias israelíes. La edad de 16 años tiene influencia, por otra parte, en el régimen de visitas, dos de 45 minutos por mes solo para los familiares en primer grado de los detenidos. Pero si los visitantes son varones entre 16 y 35 años, tienen prohibida la entrada en Israel y no pueden llegar hasta las cárceles. De manera excepcional, se les puede autorizar una visita anual, siempre de 45 minutos. Ninguna de estas disposiciones rige, sin embargo, para los aproximadamente 700 prisioneros procedentes de Gaza. Cualquier contacto con sus familiares resulta imposible desde que el Gobierno de Sharon procedió a la "desconexión" y posterior bloqueo de la Franja.
Dejando atrás el check point de Kalandia, se remonta una de las numerosas colinas que rodean Jerusalén. La vista de la ciudad, al fondo, es espléndida. A la derecha circula en pruebas un moderno tranvía que une los extremos más alejados de la ciudad, y del que todavía no se sabe si parará en algún barrio palestino de los que atraviesa. Dirigiendo la mirada hacia la izquierda, en cambio, se advierte el brutal contraste entre los asentamientos construidos por Israel y el campo de Shuf'at, que alberga a palestinos refugiados de 1948. Se encuentra en el interior de una bolsa que traza el muro, cerrada por un check point. A pocos metros de la entrada se encuentra el dispensario médico de la UNRWA que dirige el doctor Yawad Eweida, una sumaria construcción con una docena de salas angostas, aunque limpias y bien mantenidas. "Estudié medicina en Bulgaria y pensé en buscar fortuna en otro lugar", dice el doctor Eweida. "Siendo como soy un refugiado, mi deber era volver aquí". Junto a él, otros dos doctores y nueve enfermeras atienden a los 12.000 refugiados del campo.
Shuf'at es un perfecto muestrario de las normas aplicadas a la totalidad de la población palestina en Jerusalén Este, que, además de ocupar, Israel se ha anexionado de forma unilateral con el propósito de convertir la ciudad en su "capital eterna e indivisible". La autoridad municipal solo permite a los palestinos levantar nuevas viviendas en el 13% del territorio del Jerusalén ocupado, precisamente en la parte que ya está construida. Ello, unido al hecho de que los permisos de construcción son excepcionalmente caros y difíciles de obtener para los no israelíes, hace que los palestinos se vean abocados a resolver sus acuciantes problemas de vivienda prescindiendo de los requerimientos administrativos. Para cualquier familia palestina, la decisión de construir una casa sin permiso se basa en el cálculo de probabilidades. La orden de demolición, seguida de una pesada multa, puede llegar en pocos días o en varios años, lo mismo que la ejecución.
"La ansiedad que esta incertidumbre produce en los palestinos", dice un funcionario internacional que trabaja en relación con el campo, "se resume en el fenómeno que han observado los maestros de las escuelas: los niños cuya familia ha recibido una orden de demolición se llevan sus juguetes al colegio". En estos momentos están pendientes de ejecución 1.500 órdenes. Sobre otras 4.500 viviendas de palestinos planea un expediente de expropiación a través de un procedimiento diferente y recientemente establecido: si las autoridades israelíes concluyen que la actividad económica de un propietario no se encuentra en Jerusalén -por ejemplo, porque su puesto de trabajo está en Ramala-, le privan de su tarjeta de identidad como residente en la ciudad, la única que permite a los palestinos atravesar el muro, y lo convierten entonces en residente forzoso de Cisjordania. Puesto que a partir de ese momento tiene prohibida la entrada en Jerusalén como el resto de los palestinos de los territorios, pierde la propiedad de sus casas y sus bienes.
Es pronto, sin duda, para saber cómo reaccionarán los palestinos a la marea de revueltas árabes en demanda de democracia, seguramente porque la realidad en la que viven no permite identificar con claridad contra quién dirigirlas. Pero si la democracia avanza en la región, el problema no será solamente suyo. También Israel tendrá que enfrentarse a las acciones que ha venido llevando a cabo contra ellos con el pretexto de defender "los valores de Occidente", también la democracia. -
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