Pelearse para amarse
Hay que desconfiar de todas aquellas parejas que aseguran llevarse muy bien y que dicen disfrutar de estar de acuerdo en casi todo. El apaciguamiento duradero tiende al tedio y la rutina es la herramienta de mayor efecto corrosivo en todas las cosas, desde el mundo del periodismo al de la investigación pero, especialmente en la pareja, la rutina se comporta como los dientes del demonio mismo.
La carcoma en el interior de los muebles de la alcoba la representa bien. Una rutina bien establecida entre la carpintería de la cama opera como un extraño pero, si aparentemente une por dentro la relación, actúa como una pértiga ferruginosa que con el tiempo se oxida y acaba por desmoronar el corazón de la construcción.
Lo que mejor le sienta a una pareja que se lleva bien es gozar el voluptuoso episodio de llevarse mal
Para combatir este mal de las rutinas, se emplean diferentes remedios caseros que con frecuencia giran, equivocadamente, en torno al crucero, el viaje de placer, los días a solas y en otra parte. Son remedios caseros que, por su misma naturaleza, contribuyen más a adensar la sensación de encierro doméstico.
Frente a una relación demasiado domesticada no cabe añadir un proyecto prefabricado y menos por los tour operators. La rutina es prima hermana de la previsión y, en consecuencia, sus circunstancias pueden empeorar el plan de un viaje programado que, atado de forfait, se convierte en un agregado más de la misma enfermedad que desea combatirse.
Lo mejor que podría ocurrirle a una pareja relativamente bien avenida es la explosión de una desavenencia. Lo que mejor le sienta a una pareja que acostumbra a llevarse bien es gozar el voluptuoso episodio de llevarse mal.
Desde luego tampoco sienta del todo mal algún suceso exterior e inesperado que transmita su temblor a la unidad estable pero cualquiera de estos acontecimientos puede conllevar males físicos, económicos o morales demasiado arduos e improductivos para el interior de la relación.
El punto idóneo, en suma, para procurar animación a la pareja no se halla en los entornos de su ensamblaje sino en su mismo interior. Los participantes se animan entre sí, se amenizan entre ellos, gracias a la disensión, la pelea, el desacuerdo cruel.
Las riñas, las disputas, los malentendidos, los celos ocasionales, los reproches, las faltas de coincidencia en los juicios crean de golpe una nitidez individual, tan cortante como atractiva. Provocan, efectivamente, un daño recíproco pero enseguida convierten ese sufrimiento (ocasional) en la noticia más interesante de la semana.
No hay que apostar por reyertas demasiado frecuentes que, a la fuerza, desalientan la vinculación y siendo excesivamente prolongadas siembran demasiadas y duraderas cargas de odio por pequeñas que sean. Pero sí vale la pena, en todos los supuestos, enfrentarse e insultarse de vez en cuando.
Todo insulto encierra en su interior una doble composición. Una parte de sus ingredientes buscan ofender al otro, causarle el daño que ha merecido, según nuestra opinión. Pero otra parte de las injurias descubren entre su jauría, el amor de un animal que implora y ansía el amor que cree haber perdido del otro.
Al final, la batería de insultos cruzados significa una especial goma 2 que apega más que hace saltar por los aires. De un lado la descalificación o la ofensa al otro genera, en quien los profiere, una saludable evacuación de su resentimiento y, a continuación, despierta al entibiarse su cólera una incipiente compasión hacia el otro que crece y crece hasta convertirse en un recauchutado amor.
Simultáneamente, el ofensor llega a autocontemplarse degradado, acaso un tipo demasiado egoísta e injusto y, gradualmente, su actitud agresora gira hacia el benévolo mundo del perdón. Y perdón no ya para redimir la afeada acción del otro, sino perdón reclamado urgentemente para sí como consecuencia de la imagen infame que presentó ante su compañero o compañera.
En cuanto al otro partenaire, el proceso es semejante y si no llega nunca a ser simétrico tampoco es raro que posea los suficientes elementos comunes para permitirle entenderlo todo, reentenderse, en suma, mutuamente. Entendimiento especial que pasa enseguida a un inaugural reconocimiento. Y reconocimiento en su doble acepción: nuevo avance en el mejor saber respecto a la vida del otro y plinto que encima la aventura amorosa. Porque todo buen amor es peripecia. No inercia, peripecia.
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