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Columna
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Cataluña y el europeísmo

Josep Ramoneda

Estos días se cumplen 25 años del ingreso de España en la Unión Europea y el aniversario ha pasado completamente desapercibido. Europa ha perdido atractivo entre la ciudadanía. En parte, es normal: la tierra prometida pierde toda su magia una vez que se ha conseguido un sitio en ella y ha resultado que no era el paraíso. Pero para Cataluña, cualquiera que sea la idea de futuro que se tenga de ella, Europa es imprescindible. Así lo habían entendido siempre las distintas sensibilidades de la cultura política catalana. Cataluña tiene todavía mucho camino por recorrer en Europa.

Durante mucho tiempo se pensó Europa en términos de triangulación. Europa era el tercer punto que permitía que la relación política de Cataluña no fuera solamente con España. Europa introducía un factor de oxigenación del que era necesario sacar ventaja, tanto práctica como simbólica. De ahí el fervor europeísta que exhibió siempre el presidente Pujol. Y sin embargo, en un momento en que el soberanismo -a mi entender, un concepto anticuado- y la independencia -a mi entender, un concepto más propio de la nueva modernidad- vienen subiendo enteros en la sociedad catalana, sorprende la caída de la pulsión europeísta. La independencia solo me parece posible y deseable en el marco de la Unión Europea. Para ello es necesario empujar para que Europa evolucione, salga del estancamiento en que se encuentra, crezca políticamente más allá de una agrupación de Estados nación convencionales que no renuncian a la última palabra y esté en condiciones de encontrar formas de articulación política sobre una mayor diversidad de actores. Si la independencia significara ensimismamiento, si incorporara la fantasía de una Cataluña navegante solitaria, al margen de Europa, me temo que el remedio sería peor que la enfermedad.

Durante años, Europa era el tercer punto que permitía que la relación política de Cataluña no fuera solamente con España

¿Por qué ha decaído el europeísmo entonces? No creo que sea un problema estrictamente catalán. En toda Europa cunde el escepticismo. Es una virtud de las sociedades libres ser escépticas porque es un correlato natural de la disposición crítica, pero se convierte en un problema si deriva hacia el pesimismo y la resignación. Cualquier persona que contemple el medio siglo de construcción de la Unión Europea con una cierta perspectiva de lo que ha sido la historia de las confrontaciones entre países europeos sabe que ha sido un éxito. Era impensable hace 50 años que los grandes Estados europeos hicieran concesiones tan extraordinarias de soberanía como renunciar a la moneda propia o coordinar la política exterior y de defensa. Los Estados nación han ido cediendo en algo que les definía: la soberanía, que es hoy un concepto manifiestamente insuficiente. La Unión Europea -aunque es cierto que la Europa democrática en los años sesenta se benefició del privilegio del balneario intocable entre las dos potencias- no ha sido ajena al hundimiento de los sistemas de tipo soviético que hizo posible que Europa fuera recuperando el mapa de su atormentada historia. Europa sin Praga habría sido siempre incompleta. Y sin embargo, Europa está deprimida y lo demuestra con el miedo con que responde cuando Turquía llama a la puerta y con el sonoro silencio cuando el mundo cambia a tres pasos de sus fronteras.

El camino seguido ha sido el lógico: primero, un espacio económico compartido; después, la construcción política. Pero los déficits en esta segunda fase son muy grandes. Y la ampliación hizo la tarea más difícil, sobre todo cuando la guerra de Irak provocó una profunda división. La crisis de la Constitución europea demostró la enorme dificultad de avanzar en la unión política. La ciudadanía se desalentó al ver que el no de Francia y de Holanda dejaba el referéndum español en papel mojado. El rechazo de la Constitución abrió una larga parálisis que con la crisis económica se ha convertido en gran desconcierto: la sensación de que cada cual ha ido a lo suyo y de que los intereses de los Estados emergían una vez más por encima de todo -Alemania el primero, por supuesto- ha sido letal.

Y sin embargo, en la conmemoración de la adhesión de España a la Unión que hizo el Círculo de Economía, Alfredo Pastor dijo algo muy importante: "Tarde o temprano, Europa tenía que pasar la prueba de una situación crítica. Con esta crisis la ha pasado y no se ha roto. Y podía haberse roto". Europa ha de recuperar la actitud positiva de sus ciudadanos. La cultura de la indiferencia no le sienta bien, porque deja emerger sus peores inercias. Falta compromiso europeísta. Y Cataluña lo necesita más que nadie.

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