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LAS MOSCAS | Escrituras

Se frota y basta

No es feliz. Nunca lo ha sido. Nunca lo será. Nunca. Hasta que algún médico genial descubra el tratamiento adecuado de su enfermedad. O, mejor dicho cómo tratarle a él, porque la enfermedad es él, es esa persona que nos mira pero no nos ve, que nos oye hablar pero no escucha, que está ahí, a nuestro lado, pero con el pensamiento ajeno a nuestra conversación, ajeno pero quizá no lejano, acaso lo mantenga atento a algo tan cercano como sus propias palpitaciones -es capaz de contar las palpitaciones de su corazón sin mantener los dedos sobre el pulso, es capaz de contabilizarlas interiorizando su oído... cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve y posándolo cerca del corazón, sin que nosotros lo advirtamos ...cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos..., sin apartar su mirada de la nuestra ...cincuenta y tres, cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco... hasta llegar a setenta y nueve, ochenta, ochenta y uno... y consumir el minuto que ha empleado con contar las propias palpitaciones. Entonces, si le conocemos lo suficiente como para apreciar en su rostro las más mínimas alteraciones producidas en su expresión por el sentimiento de alivio, advertiremos que justo al cumplirse el minuto que ha dedicado a controlar interiormente el número de pulsaciones de su corazón, si éstas son correctas, su rostro, todo, suspira: la persona que tenemos delante no, no suspira, al menos no lo hace con el aparato respiratorio, el tórax no se mueve ni las aletas de la nariz; respira con el rostro: sus facciones se expanden, casi inadvertidamente, pero se expanden, y adquieren un tinte luminoso, breve, pero ahí está. Parece que nuestro interlocutor experimenta cierto sosiego íntimo, incluso algo parecido a la alegría. Señal de que el reconocimiento interior que se ha practicado a si mismo es positivo y que lo ha tranquilizada. Pero, ¡ay! Por poco tiempo. A punto estamos de cantar victoria, pero el otro se levanta. Busca una excusa (llamar por teléfono desde otra habitación con mejor cobertura, o ir al lavabo). No obstante, coge el abrigo, busca en los bolsillos, saca de su interior algo que abulta más que el pretendido móvil. Imaginamos el aparato electrónico de tomar la tensión arterial. Sí, nuestro interlocutor, ahora seguro de que su corazón palpita ordenadamente, es víctima de una nueva preocupación; la tensión arterial. Dejemos que vaya al baño a tomarse la tensión arterial a gusto, sin testigos. Cuando comprueba que su tensión arterial es la correcta, se tumbará un rato en el sofá, víctima de una sensación de vértigo, de la que no acierta a nombrar culpables alimentarios pues ha tomado un almuerzo dictado por un régimen estricto, muy estricto. Hace veinte años que vive sometido a un régimen muy estricto. Y hace más de veinte, de treinta años que no es feliz. No puede serlo. Es un hipocondriaco. Y, como a todos los hipocondriacos, el médico le asegura que no padece ninguna enfermedad. Que está sano, sanísimo. Y debe de ser cierto: tanto se cuida por temor a la cantidad de enfermedades que cree padecer, que está sanísimo. Pero él se encuentra fatal. Los hipocondriacos quizá no estén enfermos, pero se encuentran fatal, sufren lo indecible. No en vano creen padecer todas las enfermedades graves de la que tienen noticia. Lo creen, sin fundamento, y creen experimentar sus síntomas. Acuden al médico, en busca de la confirmación de la enfermedad que "sienten" padecer; y el médico, tras pruebas de toda índole, la descarta. ¡No hay piedad! Los galenos antiguos eran más comprensivos con esa clase de trastornos e incluso tenían el mal anatómicamente localizado en el cuerpo humano entre el hipocondrio, y el apófisis xifoides del esternón, donde la escuela médica humoral suponía que se almacenaban los vapores que producían esta enfermedad. ¡Qué paz invadiría el ánimo de cualquier hipocondriaco si el médico le dijera: "¡mire usted, siento decírselo, pero tiene usted el apófisis xifoides invadido, completamente invadido, por los vapores del hipocondrio. ¡No hay remedio! No es mortal, pero no hay medicina capaz de eliminar esos vapores. Pasee, pasee mucho. Es la única solución: largos paseos para eliminar los vapores malignos". Pero los médicos, cuanto más sabios y mejores son en su especialidad, más reticentes se muestran a decir tonterías. Para muestra un botón, y un botón insigne: Gregorio Marañón.

Jaime Gil de Biedma me contó una historia espléndida. Un tío segundo suyo, ya de edad madura y hipocondriaco recalcitrante, vivía en Valladolid, encerrado en sus aposentos y sin mantener apenas relaciones con sus familiares ni amigos. Tras haber acudido a las consultas de los médicos más prestigiosos del país, hacía tiempo que había renunciado a curarse cuando algún familiar le insistió para que pidiera cita con el muy divinizado doctor don Gregorio Marañón. Finalmente, la esperanza se hizo en la mente del hipocondriaco caballero, a quien, un buen día, sus familiares vieron salir de casa, temprano, en coche, para dirigirse a Madrid. La entrevista con el doctor Marañón fue larga; parece que el insigne sabio le dedicó una atención más que prolongada y amable. Días después, se supo que le "demostró", insistente y pacientemente, que no padecía ningún tipo de enfermedad ni de trastorno y alteración orgánica que justificaran su malestar, sus vértigo, su cansancio, sus sudores, sus dolores inespecíficos, etcétera. Que todo era producto de su mente. En fin, el hipocondriaco salió de la consulta del sabio, subió al automóvil que le llevó de regreso a Valladolid, llegó a su casa, se encerró en su despacho, escribió una carta y se disparó un tiro en la cabeza.

Hay algunos hipocondriacos que no van al médico ni a rastras. Tal fue el caso de mi padre. Casi muriéndose de un cáncer no detectado a tiempo, fue internado en una clínica. Los médicos no lograban elaborar una historia clínica como es debido. ¿Fuma o ha fumado usted? No. ¿Bebe alcohol o ha bebido alcohol? Nunca. ¿Enfermedades importantes en la infancia y juventud? Ninguna. Y así, iba contestando mentira tras mentira. Cuando el cuerpo médico desaparecía de la habitación, me decía. "No me riñas. Ya sé que les miento. Pero a los médicos no hay que darles pistas. Ni una". A una doctora, que debió caerle bien por guapa y simpática, sí le dio una respuesta. "Si usted está aquí, en un hospital, por algo será. ¿Le duele algo? ¿Siente alguna molestia?", le preguntó ella, a la desesperada. "Tengo la nariz tapada", respondió mi padre, señalando un frasco de Vicks Vaporub que acababa yo de comprarle porque era cierto, tenía la nariz tapada. El Vick Vaporub que no falte. Es una adicción familiar. Tengo un frasco en la mesilla de noche, otro en el baño, otro en la cocina, otro aquí, junto al ordenador... Se frota y basta.

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