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Análisis:Ola de cambio en el mundo árabe | Revolución democrática en Egipto
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Y van dos... ¿Quién será el próximo?

La revolución democrática árabe arrancó el 17 de diciembre, cuando el universitario tunecino Mohamed Buazizi se suicidó a lo bonzo para protestar porque la policía le había arrebatado el carrito de verduras con el que se buscaba la vida. En menos de un mes ya había derrocado a Ben Ali. No se detuvo ahí y, el 25 de enero, llegó al valle del Nilo. Ayer envió a Mubarak al basurero de la historia.

Para una revolución son precisas condiciones objetivas y subjetivas. Estas se dan hoy en el mundo árabe. Más de 100 millones de jóvenes. Hartos de apreturas vitales, dotados de instrumentos tecnológicos para comunicarse y organizarse, contrarios a la autocracia y la teocracia, sedientos de libertad y dignidad.

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Adaptar el análisis a los cambios de la realidad requiere esfuerzo, por ello hay quienes siguen apegados a la foto fija del ascenso del islamismo político. Perezosos que no acaban de enterarse de que no estamos ante Teherán-1979, sino ante Berlín-1989. El islamismo parece estar en reflujo y, en todo caso, esta no es su revolución.

Esta es la revolución de los jóvenes y las clases medias del mundo árabe, que han situado de nuevo en el centro de la política internacional la lucha contra las dictaduras y por la democracia y los derechos humanos. En Túnez y Egipto los islamistas les han seguido por odio a los autócratas que, con la complacencia de Occidente, tanto les han machacado, y aspirando a tener un lugar al sol en futuros Estados de derecho.

Durante estas emocionantes semanas, Tahrir ha sido lo que fueron la Bastilla, Praga, Tiananmen. Ayer la plaza cairota celebró su inmensa victoria: Mubarak, el faraón convertido en momia, dijo, al fin, que se iba. El movimiento desencadenado por la ciberjuventud egipcia había hecho de su salida una cuestión esencial. Y con razón. Era delirante pensar en una transición con Mubarak en la jefatura del Estado. Por mucho que él lo intentara hasta la noche del jueves, con el apoyo de todos esos que se han retratado en el lado malo de la historia: los halcones de Israel, los partidarios occidentales de una no ya solo inmoral sino caduca realpolitik, los sofistas de la geoestrategia. Era como pensar en Franco pilotando la transición española.

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Ahora veremos si Suleimán es Arias Navarro o Adolfo Suárez. Ese es otro capítulo aún por escribir de la historia. Lo seguro es que el capítulo de Tahrir tuvo ayer un final feliz, felicísimo. Y en este momento en que los demócratas de todo el planeta solo pueden compartir la alegría de Egipto, cabe señalar que, con titubeos y contradicciones, pero muy por encima de sus colegas europeos, Obama ha arriesgado a favor del lado bueno de la historia.

Cuando un Ejército se niega a disparar contra el pueblo, la revolución está a punto de triunfar. Esto ha ocurrido en Túnez y Egipto. Tras la dimisión de Mubarak, ya son dos los autócratas abatidos en esta primavera árabe que arrambla con tantos prejuicios occidentales. ¿Quién será el próximo? Un chiste francés dice que la respuesta es fácil: mírese donde pasaron sus vacaciones de Navidad los ministros de Sarkozy. ¿Podría ser Marruecos? Puede que sí, puede que no. En todo caso, Trinidad Jiménez no acertó cuando dijo que Mohamed VI ya ha hecho todas las reformas que precisan los marroquíes. Ni mucho menos.

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