Esto es solo entretenimiento
1 Me entero por un artículo de Rodríguez Rivero de que, según un estudio realizado en la Universidad de Cambridge, el día más aburrido de la historia fue el domingo 11 de abril de 1954. No tengo ni la más remota idea de cómo puede llegarse a una conclusión así, ni la más mínima intención de hacer averiguaciones al respecto, no vaya a ser que se trate de una broma de Cambridge (o de Rodríguez Rivero). Sólo me quedo con la fecha: domingo 11 de abril de 1954. Lo primero que pienso es que domingo tenía que ser, quizá porque me acuerdo de un poema de Jacques Prévert que habla de "aquellos que mueren de aburrimiento el domingo por la tarde / porque ven que les queda por delante el lunes / y el martes, y el miércoles, y el jueves, y el viernes / y el sábado / y el domingo por la tarde". Lo segundo que pienso es que me encantaría vivir en un perpetuo 11 de abril de 1954. Es la verdad: soy un feroz partidario del aburrimiento. Una de las razones por las que me gusta la democracia es porque es el sistema político más aburrido que existe, y cuanto más perfecta, más aburrida: en una dictadura, la diversión está asegurada y cualquier don nadie puede correr aventuras apasionantes, desde ser apaleado en comisaría hasta conocer las delicias de la cárcel o el exilio, por no hablar de la excitante posibilidad de ser arrojado al océano desde un avión en pleno vuelo; en cambio, en una democracia casi perfecta, a lo máximo que podemos aspirar los ciudadanos del montón es a ser multados por la guardia urbana. No es que nuestra democracia sea casi perfecta, pero cada vez que oigo lamentar el tedio de nuestra vida pública y reclamar el retorno de una política épica, me echo a temblar: a mí, la épica me encanta en las películas y los libros, pero en la realidad lo que me gustaría es el tedio más absoluto, una realidad sin sobresaltos ni cataclismos de ninguna clase, tan huérfana de malas noticias que hasta los periódicos resultaran aburridos. Es decir: más o menos como debió de ser el 11 de abril de 1954.
Padezco casi todas las pasiones humanas, pero me siento casi incapacitado para el aburrimiento
2Hablo del aburrimiento público, claro está; el privado es otra cosa; mejor dicho: es lo contrario. Casi un invento del siglo XIX, este último aburrimiento ha preocupado sobremanera a los sabios, quizá porque lo han padecido como pocos: Baudelaire lo consideró un enemigo diabólico; Erich Fromm, una de las principales psicopatologías de la sociedad contemporánea, y Bertrand Russell, un problema vital para el moralista, "puesto que la mitad de los pecados de los seres humanos los causa el miedo al aburrimiento". De entrada confesaré que nunca he sentido ese miedo, lo que no me ha privado de cometer todos los pecados posibles, aunque sí del riesgo de convertirme en un sabio. Esa es otra verdad: que yo recuerde, no he conseguido aburrirme en mi vida, salvo una noche en que fui a la ópera y una tarde en que intenté ver un partido del torneo Cinco Naciones de rugby (bueno, y cada vez que me empeño en averiguar de qué demonios tratan los libros de Xabier Zubiri). Esto puede parecer presuntuoso, pero es así: padezco casi todas las pasiones humanas, pero me siento casi incapacitado para el aburrimiento; quizá es que soy demasiado zoquete para experimentarlo; quizá es que no tengo tiempo para experimentarlo. Pero eso es cosa mía. ¿Y los demás? ¿Y los que sí se aburren, sean sabios o no? Respecto a ellos, una cosa es al menos segura: cuanto más aburrimiento privado, más riesgo de que se acabe el aburrimiento público; es decir: más riesgo de que la gente empiece a pecar de forma indiscriminada y más riesgo de que regrese con sus catástrofes la espantosa política épica.
3 No hace mucho le hacía Jiménez Barca a Alain Finkielkraut la pregunta del millón: ¿leer nos hace mejores? "No necesariamente", contestó el filósofo francés. "No hay ninguna garantía de eso, por desgracia. El siglo XX nos ha enseñado que hay gente muy cultivada capaz de comportarse de manera detestable". Es una respuesta sensata; pero la pregunta persiste, aunque ahora parezca otra: ¿para qué sirven entonces los libros, para qué sirven las películas? A esta pregunta se le pueden dar muchas respuestas; la que más me gusta dice que los libros y las películas no siempre nos hacen mejores, ni más felices, pero siempre ensanchan nuestra vida, la vuelven más rica y más compleja, y por lo tanto más digna de ser vivida. Hay, sin embargo, una respuesta más elemental y verdadera, que por eso quizá se nos olvida casi siempre: los libros y las películas sirven para entretenerse, para divertirse, para derrotar al aburrimiento. Parece una respuesta trivial, porque parece una misión modesta; no lo es: si tienen razón Baudelaire y Fromm y Russell, no hay misión más noble ni más útil que esa. Bien pensado, quizá ni siquiera haya una forma mejor de prevenir el riesgo de ser arrojado al océano desde un avión en pleno vuelo.
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