Elegía
La verdad es que empezaron con mal pie. Al enchufarlo, los instaladores comprobaron que el dispositivo de control remoto gobernaba a la perfección el ratón inalámbrico, pulsaron una vez la tecla Enter y se marcharon tan contentos. Era una mañana de verano de 2003, y el aparato olía a nuevo. Ella lo tocó, lo miró con esa mezcla de ternura y extrañeza propia de los nuevos amantes, se sentó ante él, cargó el programa de tratamiento de textos y no logró escribir una letra.
El teclado no funcionaba. En la tienda le dijeron que llamara al servicio técnico; en el servicio técnico le aseguraron que el problema no podía estar en el teclado, le enviaron por mensajero un nuevo dispositivo de control remoto y el teclado siguió sin funcionar. Volvió a llamar a la tienda, le explicó a una señorita muy amable que en realidad ella le había comprado el ordenador a ellos, no a la compañía que lo había fabricado, dijo que quería devolverlo y eso sí funcionó. Menos de veinticuatro horas después tenía un ordenador nuevo con un teclado que obedecía mansamente a todos sus dedos. Así empezó esta historia.
"Sus hijos le preguntaban por qué no se compraba un ordenador nuevo. ¿Para qué?, éste funciona"
Durante un largo tiempo fueron felices y comieron perdices. Ella lo trató peor que a ninguno de sus antecesores, porque lo estrenó escribiendo su libro más largo, casi mil páginas, seis horas diarias durante todas las mañanas de más de tres años, muchos otros ratos en tardes repartidas aquí y allá. Quizá por eso, cuando aquella novela se publicó, el teclado se sintió solo, la echó de menos y volvió a llamar la atención.
En algún momento de 2007, la barra espaciadora empezó a resistirse. De vez en cuando se negaba a bajar por las buenas y había que atizarle un mamporro para poder separar las palabras. En uno de aquellos golpes, la barra se desprendió, y su torturadora comprendió al mismo tiempo el problema y la solución. El muelle que mantenía el mecanismo sobre el que se pulsaba en una determinada posición estaba roto, pero si ella levantaba la barra con los dedos y lo ponía en su sitio, la tecla funcionaba igual que antes durante varias horas. Después bastaba con repetir la operación.
Un achaque tan insignificante como aquel no podía poner en peligro una relación tan profunda y duradera como la suya, así que se dieron otra oportunidad. Entonces el sistema operativo tuvo celos de las teclas y se dedicó a sabotear por su cuenta el tratamiento de textos hasta que la memoria se volvió loca, y empezó a anunciar que estaba llena en cada punto y aparte. Windows no podía crear la variable temporal, proclamaba, y ningún genio informático de andar por casa parecía tener ni refitolera idea de lo que significaba eso. Sin embargo, el ordenador no tenía ningún problema con los puntos y seguido. Gracias a ellos, un día encontró por casualidad una manera de esquivar aquella extravagante avería. Si acumulaba todos los puntos y seguido por adelantado, llenando la pantalla de líneas en blanco, y usaba la flecha descendente, en lugar del Enter, para cambiar de párrafo, la variable temporal, fuera lo que fuera, se dejaba crear sin contratiempos. Y así siguió escribiendo.
A veces, cuando la veían llenar la pantalla de líneas en blanco o levantar la barra espaciadora para cambiar de posición con un alambre, sus hijos le preguntaban por qué no se compraba un ordenador nuevo, y ella siempre les contestaba lo mismo: ¿para qué?, si éste funciona Era verdad que funcionaba, tanto que, con sus problemillas de salud, cumplió siete años y medio con arrojo y lealtad, como esos soldados que se vendan la cabeza a sí mismos en plena batalla para seguir peleando. Después murió como un héroe.
El primer día de 2011, el teclado escogió los valses de Strauss como banda sonora para tirar la toalla. A la una de la tarde, ella se dio cuenta de que, aunque escribía a la misma velocidad y con los tres dedos de siempre, la mitad de las aes y de las es no aparecían en la pantalla. La membrana, pobrecita, estaba agotada y había perdido relieve, la capacidad de responder a los impulsos de los dedos sobre las teclas. Que no cunda el pánico, pensó ella, la membrana se puede cambiar. Siguió escribiendo con un teclado prestado y antes de que tuviera tiempo de llevar el suyo a arreglar, el día 8 aparecieron en la pantalla cuatro puntitos negros. Al día siguiente eran rayas. Veinticuatro horas después, manchas horizontales. Más tarde, borrones dispuestos a seguir creciendo.
Ha tenido que comprarse otro equipo. La pantalla es más fina, pero apaisada, porque ahora se llevan panorámicas. El teclado es más pequeño y más plano, porque ya no se llevan los bordes elevados. La CPU es mucho mejor, más potente, con más memoria, más cacharritos y más ranuras, pero le gusta menos.
Añora la tozudez de su vieja barra espaciadora, aquel ritual de las líneas en blanco que le permitía engañar al sistema operativo. Y sabe que ha salido ganando, pero siente que ha salido perdiendo, compañero del alma, compañero.
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