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Las consecuencias de la 'bancarización'
Columna
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La velocidad y el programa

Francesc Valls

Convergència i Unió concurrió a las pasadas elecciones catalanas con un programa magro en promesas. El deseo de cambio era grande y no hacía falta recurrir a un amplio y farragoso catálogo de máximos. Unas simples y cuidadas gotas se revelaron como filtro mágico suficiente para que el electorado catalán rompiera con el adolescente tripartito y se echara en brazos del centro-derecha maduro. La supresión del código deontológico de los Mossos, la eliminación del impuesto de sucesiones y el fin de los 80 kilómetros por hora en los accesos sur de Barcelona eran los puntos estrella del programa mínimo. Y no hay duda de que CiU va camino de cumplirlo a rajatabla, con una disciplina que poco tiene que envidiar a partidos de tradición marcial. El código deontológico para la policía catalana ya ha sido barrido del mapa; el impuesto de sucesiones -a pesar de la crisis- va a seguir la misma suerte, ya que, de otra manera, los grandes capitales -asegura el presidente Mas- huirán hacia la meseta en busca de libertad. El pacto fiscal -en el programa core de la federación nacionalista- es lo único que va fiado para más largo.

Para sortear tanta contaminación, Madrid muestra el camino: colocar los medidores en zonas boscosas o ajardinadas

En lo inmediato, CiU ha sabido mostrarse como exponente de la libertad frente al reglamentismo del tripartito. El ejemplo que lo materializa es la decisión de finiquitar la limitación de velocidad a 80 kilómetros/hora. La comunidad científica ha criticado ampliamente la decisión del Gobierno de Mas, que el próximo lunes ejecutará sin titubeos uno de los consejeros más ideológicos de CiU, Felip Puig. Desde el Departamento de Territorio y Sostenibilidad los técnicos reconocen la bondad de la limitación, pero según su titular, Lluís Recoder, hay que cambiarla para dar cumplimiento "a una medida política a la que nos comprometimos con los ciudadanos". Así que haciendo gala de unos principios a prueba de partículas en suspensión, el compromiso electoral pesará más que la salud de los ciudadanos y que la sanción con que la Unión Europea amenaza si Cataluña no baja los niveles de emisiones. No es que la reducción de la velocidad a 80 kilómetros por hora sea la solución, pero en 2010 se rebajó un tímido 11% la emisión de contaminantes. Se trata, pues, de una medida a todas luces insuficiente. Los expertos creen que se debería reducir en un tercio la circulación de los coches privados en la ciudad de Barcelona si pretendemos tener aire respirable. Pero los poderes esconden la cabeza bajo tierra, cuando no se echan tierra a los ojos para no ver el problema. La ciudad hermana de Madrid -hermana por tener unos niveles de contaminación muy hermanados con los nuestros- ha vivido esta semana un episodio ilustrativo: la fiscalía ha decidido investigar por qué el Ayuntamiento de la capital de España ha decidido cambiar de ubicación los medidores de polución de la ciudad, que fueron retirados de los puntos más contaminados de la urbe y trasladados a zonas ajardinadas. Esa es una buena manera de encarar el problema. Ya advertía el fallecido almirante Luis Carrero Blanco que la estadística era cosa de comunistas. Resultaría más económico que las autoridades recurrieran a la matemática creativa, sin necesidad de medidores, y así facilitar -sin las engorrosas máquinas intermediarias- los valores de contaminación que crean oportunos. Siempre hay políticos dispuestos a no permitir que la realidad les estropee un buen programa electoral. Luego, como ha sucedido con las hipotecas y la crisis económica, cuando las consecuencias de la contaminación se agraven será el momento de socializar culpas y recordar a la ciudadanía que también es culpable de la situación.

Guste o no, la situación obliga a tomar medidas y sobre todo invita a no revocar las existentes a sabiendas de que empeoran la situación e inciden en la mortalidad. Parece como si, obstinadamente, el Gobierno catalán estuviera decidido a impugnar la verdad conocida para pecar con más libertad. Y eso, como sabe todo cristiano, es un grave pecado contra el Espíritu Santo y, como tal, no tiene perdón de Dios.

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