Un aroma de exilio decente
Como conté en este diario el 14 de junio de 1998, Jaime Salinas me vio por primera vez cuando yo tenía pocos meses, en brazos de mi madre, asomado a una ventana de una casa de Wellesley, Massachussets. Quizá por eso fue el primer editor que me dio trabajo, en 1974, cuando era un jovenzuelo, y me permitió traducir, para la Revista de Occidente que él dirigía, un cuento de John Updike en el que metí bien la pata una vez y aun me atreví a discutirle que la hubiera metido. Pese a eso, me confió enseguida la versión española de un libro entero, El brazo marchito, de Thomas Hardy, relatos de extrema dificultad en los que me dejé la piel y en los que creo que ya no metí pata alguna. Con posterioridad nuestros caminos se fueron cruzando y distanciando, pero sin duda ha sido una de las presencias fundamentales de mi vida, sobre todo de la juvenil. Esto, claro está, carece de toda importancia (o sólo la tiene para mí). Pero estoy convencido de que algo parecido podrían decir o haber dicho muchos de los escritores notables de la segunda mitad del siglo XX: Benet y García Hortelano, Azúa y Molina Foix, Millás y Gimferrer y Guelbenzu, Martínez Sarrión y Ana Moix. Por supuesto Carlos Barral, y tal vez, de otro modo, su tocayo Gil de Biedma.
Salinas fue todo lo contrario de la mayoría de los editores actuales. Procuraba mantenerse siempre en la sombra y dar poco su opinión, o, a lo sumo, disfrazarla en frases estudiadamente inconexas que a menudo dejaba sin terminar: "Bien, este libro, como tú comprenderás, se inscribe en una tradición que casi nadie ha seguido en España, así que, claro está, tú verás...", y así podía seguir durante un buen rato, sin que uno llegara nunca a saber qué le había parecido de verdad. Sus criterios editoriales, sin embargo, eran muy nítidos: disimuladamente nítidos. Y su principal objetivo era sacar a España de sus seculares provincianismo y atraso; elevar el nivel general, en la confianza de que la gente desea eso en el fondo: que se le pida un esfuerzo para prestarse a hacerlo, que se la trate como a adulta y cultivada para empeñarse en serlo; y conseguir que este fuera un país como los de nuestro entorno. Los españoles, tan dados a la fatuidad, creen que esto ya está logrado. Y desde mi punto de vista se equivocan, ha habido un monstruoso retroceso en los últimos diez o quince años.
Pero desde luego no estaba logrado en los años sesenta, cuando Salinas -junto con Javier Pradera- inició la colección de bolsillo de Alianza y nos puso a leer a Proust, casi en masa (algo inimaginable hoy), en la traducción de su padre, Pedro Salinas, y de Consuelo Berges, aún muy superior a las que han venido después; o nos rescató a Freud, al hoy ensalzadísimo Chaves Nogales y a tantos autores más. Tampoco estaba logrado en los setenta ni en los ochenta, cuando, gracias a él y a Claudio Guillén, se hicieron en Alfaguara maravillosas ediciones de clásicos: March y Curial y Güelfa traducidos por Gimferrer, Petrarca por Rico, Diderot por Azúa, Leopardo por Colinas, Manzoni por Esther Benítez, Marlowe por el malogrado Aliocha Coll, Newton, Kant, Maquiavelo, Sterne, Fielding y Sir Thomas Browne. O cuando se atrevía a publicar -en Alianza Tres o en la propia Alfaguara- a Calvino y a Platonov y a Modiano, a Bernhard y a Walter, a Mandelstam y a Biely, a Fernando del Paso y a Millás, más tarde a Coetzee o a Pérez-Reverte, aunque con Salinas ya más en la distancia, su torre ya más alta y aislada, sus juicios aún más camuflados.
En aquella semblanza de 1998 -más extensa, menos improvisada y sobre todo escrita sin pena ni estupor-, dije que era "uno de esos hombres que se dan poco en España y si se dan son malgastados, y que llevan consigo un aroma de exilio decente, un titubeo deliberado -como para no molestar con ningún aplomo- y un largo poso de civilización. Jaime Salinas lleva, en suma, el sello de la Segunda República, lo cual significa que apenas si lleva sello, de tan tenue que ese en concreto ha llegado a ser". Y, ahora que lo recuerdo, solía dar una gran fiesta en su casa cada 14 de abril, al menos mientras Franco vivió. Con su muerte hoy lejana y levemente exiliada, en Reikiavik, ese sello que hoy tantos usurpan se ha hecho todavía más tenue, nuestro país se ha empobrecido un poco más, y muchos escritores nos sentimos bastante más huérfanos y sin nuestro testigo principal.
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