Periodismo matutino
La farsa siempre ha sido un registro dramático ideal para narrar en el cine la cotidianidad televisiva. ¿No es acaso la televisión una farsa en sí misma? Algunas películas como Network, Al filo de la noticia o Interferencias (versión catódica de Luna nueva y Primera plana) acudieron a tal registro para narrar sus demenciales correrías.
Ocurre sin embargo que, a veces, la exageración inherente al formato farsa, su extravagancia inmersa en una base de verosimilitud, puede llegar a resultar no ya desmesurada sino absolutamente premonitoria sobre lo que puede llegar en el futuro, y ahí Network, escrita por el gran Paddy Chayefsky, siempre ejercerá de arquetipo. Sin embargo, corren malos tiempos para la demencia premonitoria; la necesidad de identificación y las cortapisas comerciales llevan a que, por ejemplo, esta Morning glory que hoy se estrena, centrada en el seguramente disparatado ambiente de un programa televisivo matutino, comience apuntando prometedoras ideas y acabe desmayándose por la rutina de andar por casa.
MORNING GLORY
Dirección: Roger Michell.
Intérpretes: Rachel McAdams, Harrison Ford, Diane Keaton, Patrick Wilson, John Pankow.
Género: comedia. EE UU, 2010. Duración: 107 minutos.
Aline Brosh McKenna, guionista de El diablo se viste de Prada, ha compuesto un libreto quizá irregular pero con incuestionables méritos (la secuencia del prólogo es perfecta en su sutileza cómica), en el que, recogiendo la natural imposibilidad para combinar una relación amorosa duradera con un horario de espanto, se acaba reflexionando sobre la eterna lucha entre el buen periodismo y la supuesta necesidad de entretenimiento.
McKenna domina el chiste de cola (ese que surge casi sin proponérselo) y su protagonista, la encantadora Rachel McAdams, atrapa por su simpatía, pero dos asuntos enturbian un tanto un conjunto de todos modos estimable, casi notable para el entretenimiento pasajero: la insustancial puesta en escena del otras veces interesante Roger Michell (Notting Hill, Al límite de la verdad), repleta de horrendas transiciones musicales (tras comenzar a contarlas tarde, su número debe estar más cerca de 13 que de tres); y un mensaje final quizá cinematográficamente acorde con la indolencia del producto, pero periodísticamente escalofriante. ¿Se imaginan a Iñaki Gabilondo presentando con el delantal puesto? Pues eso.
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