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ANÁLISIS
Columna
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Los retos de Dilma

La primera tarea que enfrenta Dilma Rousseff como presidenta de Brasil es a la vez sencilla y complicada: dejar claro que es ella quien está al frente, y no Luiz Inácio Lula da Silva, su predecesor y mentor político. Y es que Dilma le debe el puesto a la audaz decisión de Lula de convertir en candidata a su poco conocida jefa de Gabinete, a quien aseguró la elección gracias a su popularidad y a su infatigable campaña. Esa deuda queda de manifiesto en la composición de su nuevo Gabinete: 16 de sus 37 ministros sirvieron en los Gobiernos de Lula. De forma que Dilma está ofreciendo continuidad, que es, de hecho, por lo que votaron los brasileños.

La nueva presidenta se ha comprometido a eliminar la extrema pobreza, que aún afecta al 9% de los brasileños, durante los próximos cuatro años. También ha apostado por mejorar la calidad de la atención sanitaria y de la educación. Debe asegurar una inversión urgente en aeropuertos y otras infraestructuras de transporte ante la Copa del Mundo en 2014. Y tendrá que bregar con las distorsiones generadas por el incipiente boom petrolero de Brasil. La distorsión más apremiante es la fuerza del real, que ha desatado los temores a una desindustrialización.

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La paradoja que enfrenta Dilma es que consolidar y dar continuidad al impresionante desarrollo de Brasil exige hacer cambios e imponer su propia autoridad, en lugar de depender de Lula. Ella hereda una economía que está recalentándose: el crecimiento cercano al 7,5% en 2010 ha provocado un aumento vertiginoso de las importaciones y de la inflación (hasta el 5,6%). En su segundo mandato, Lula fue mucho más derrochador que en el primero: el déficit fiscal de Brasil, del 3% del PIB, puede resultar pequeño para estándares europeos, pero es demasiado alto para una economía en auge y ahuyenta la inversión, tanto pública como privada. Eso significa que la política monetaria debe encargarse de mantener la inflación baja. El resultado son las altas tasas de interés, que a cambio elevan el valor del real.

Dilma ha dejado claro, desde que ganó las elecciones, que Brasil necesita un ajuste fiscal y un Estado más eficiente. La cuestión es si actuará lo suficientemente rápido: algunos de sus asesores creen que el crecimiento permitirá al Gobierno curar sus enfermedades fiscales de forma gradual.

Pero el gradualismo conlleva dos riesgos. Convierte a Brasil en rehén de la incierta economía mundial, vulnerable a un ajuste repentino. Y deja al Gobierno de Dilma a merced de un Congreso voraz. Si un presidente brasileño no ejerce una vigilancia constante, los políticos encuentran miles de fórmulas para aumentar el gasto, principalmente en partidas que favorecen a los privilegiados, no a los pobres. El último ejemplo: el Congreso saliente acaba de adjudicarse un enorme aumento salarial, que si se aplica a todos los niveles del Gobierno supondrá 2.200 millones de reales al año, más que el programa Bolsa Familia de lucha contra la pobreza.

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Dilma es una mujer dura y competente, que cumple sus tareas. Será una administradora eficaz del Estado brasileño. Queda por verse si tendrá el deseo y la habilidad política de reformarlo.

Michael Reid es editor para América Latina de The Economist y autor de El Continente Olvidado (Ediciones Belaqva).

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