No nos lo acabamos de creer
Se podría reprochar a los periódicos que gasten tantas energías cuando muere alguien como Berlanga y ninguna cuando nace. Pero es que no había manera de saber que ese bebé, con el paso del tiempo, se convertiría en Berlanga. En efecto, no lo sabía nadie, ni siquiera el propio interesado, que ignoraba también lo que le acababa de ocurrir, es decir, que había nacido. Quizá Berlanga, en algún momento de su vida, se miró en el espejo de la habitación de un hotel (¡ah, esos espejos que nos pillan a traición, como si reflejaran a otro!) y se dijo con sorpresa: ¡Coño, he devenido en Berlanga, en Luis García Berlanga para decirlo todo! No sabemos si ocurrió, tampoco si levantó el teléfono para contárselo a Azcona:
-Rafael, que resulta que soy Berlanga.
-Calla, calla, que yo me di cuenta hace unos días de que era Azcona.
Esa extrañeza que me estoy permitiendo imaginar se debe a que ignoramos en qué medida te haces (o deshaces) y en qué medida te hacen (o te deshacen). Tampoco hay forma de averiguar si Cervantes escribió el Quijote o al revés (al modo en que, pese a la apariencia, no es el Sol el que gira alrededor de la Tierra). Quizá en el tú hay más yo que en el mismo yo o en el vosotros más ellos de los imaginables. En el cine de Berlanga, por ejemplo, estábamos contenidos todos y cada uno de nosotros. Lo que queríamos señalar, en fin, es lo difícil (y raro) que resulta construir un Berlanga y lo sencilla (y rápida) que resulta su desaparición. Quizá ponemos tantas energías en las necrológicas porque no nos lo acabamos de creer.
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