El arte de fundir pasiones
No por la edad temprana solamente, ni por lo fogoso de su espíritu indómito, ni por la manera en que se hizo querer de los suyos, en que se adhirió a nosotros, hasta a los más extraños, la muerte de Enrique Morente resulta prematura. Complace constatar en los informativos que todos hemos comprendido el alcance de la tarea que se fue dando a sí mismo, según fue ampliando la visión y la conciencia de su arte. Alivia un poco sentirse, de vez en cuando, tribu, de acuerdo siquiera en el dolor de ver que se nos va lo mejor que teníamos en común.
Pero no basta quedarse con un mezquino alivio. La muerte de Enrique Morente resulta incomprensible porque le necesitábamos para entendernos. Tenía algo de chamán, de brujo de humor fino, no había más que verle caminar bajo las farolas, rodeado de nuevos flamencos y algún roquero en extravío. No debemos sacralizar, si queremos ser dignos de su ejemplo. Hubiéramos deseado que nos contase con detalle prolijo, desde su perspectiva de iluminado y hereje andalusí, cómo fueron las viejas carreteras comarcales del flamenco. Morente tenía discurso para hacerlo. Tenía la experiencia de la tradición y tenía el pensamiento en evolución permanente. Su voz era el hilo que nos guiaba en el laberinto que va desde la España negra al porvenir.
Quedan los discos, que para eso sirven, para seguir escuchando a los amigos muertos. Conviene volver a las electrizantes grabaciones en las que el joven Morente se estaba midiendo con los enigmas de lo jondo y de lo ligero, del rajo y de la delicadeza, del Occidente y del Oriente, pasiones encontradas del flamenco. Quería resolver localismos y actitudes sectarias en una sola pasión. Fundió cantes, preservó letrillas, hizo suyo el duende de los caminos y las ventas, vivió como entre espectros cervantinos. Cuando tuvo a su tierra agarrada por la médula, plasmó su memoria atesorada y su belleza nerviosa, ansiosa de futuro.
Su cante miró luego hacia el Nuevo Mundo, se hizo amigo de la electricidad, del arte abstracto y de la orquesta contemporánea. Quería dibujar la rosa comunitaria, irisada en el centro y en los bordes, recién nacida y ya presta a marchitarse. Morente tenía un sentido poético y pictórico del cante. No era mera preocupación formal, ni siquiera el deseo de encarnar lo imaginario, sino la necesidad de explorar. Sabía moverse en la frontera entre el sentido más sutil de las palabras y el grave silencio de las cosas, asistir al preciso instante en que las cosas vibran y alguien se arranca a tocar palmas.
Morente nos deja con más de una pregunta en los labios: si el flamenco es nuestra mejor música, entre todos los géneros el más hondo, el más cumplido en realización sonora, el más reconocido en el mundo, pero a la vez está en necesaria y veloz transformación, ¿no es comprensible que el ánimo oscile entre la inquietud por el viejo tesoro y la expectación ante lo nuevo? Otros cantaores y guitarristas toman el testigo, los músicos de jazz aprenden a improvisar sobre el compás. ¿Cómo será el cante que funda las pasiones de hoy en los moldes de mañana? Enrique Morente nos ha legado el deseo de averiguarlo. Pero para dar otro paso -a Ubrique o a Grazalema, como decía el fandango- todos contábamos con él.
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