Ventajas de la zafiedad reinante
Por lo que me cuentan mis amistades extranjeras cuando visitan España y echan un vistazo a nuestras televisiones y diarios, este es el país más grosero de Occidente con diferencia. Ni siquiera Italia, presidida desde hace años por uno de los hombres más soeces y con menos gracia del mundo, Berlusconi, nos llega a la suela del zapato. Esto lleva siendo así varios lustros, y no sé por qué ahora nadie se rasga las vestiduras al oírle decir al alcalde de Valladolid que se imagina cosas inefables con los "morros" de una ministra; o a un anticuado funcionario y locutor que le entusiasman los "chochitos rosáceos" de las quinceañeras; o porque un tipo de aspecto desaseado se permita hablar con desprecio de las mujeres no muy jóvenes, que según él "huelen a ácido úrico"; o porque un columnista patanesco escriba, para referirse a unas señoras que detesta, "Coños de vitriolo y de cianuro". No, no entiendo que se extrañe nadie, cuando hace un decenio, si no más, que en cualquier programa de televisión (sobre todo en los de despellejamiento, pero no sólo) uno ve hablar a los participantes, con enorme desenvoltura, del tamaño de los penes del personal, de cómo, por dónde y cuántas veces los meten, de los olores corporales y las ventosidades del desdichado en el que se hayan fijado, y escucha, perplejo, los insultos feroces y malvados que se lanzan entre sí y más aún contra los ausentes; cuando no es raro que los columnistas diserten sobre sus hemorroides o cuenten sus actividades en el retrete. Y todo ello con el lenguaje más grueso que quepa imaginar, tanto que se convierte en falaz el argumento de que "empleamos el lenguaje de la gente y de la calle", porque a la gente normal casi nunca se le oyen -y menos en la calle- semejantes chabacanerías. No, es más bien como si la televisión, la radio y la prensa (e Internet no digamos) lo estimularan. El léxico utilizado en ellas, lejos de ser "natural y espontáneo", como se aduce, resulta totalmente artificial e impostado. Las mismas personas que sueltan barbaridades, vilezas y groserías sin cuento en las ondas, en las pantallas y en el papel impreso, seguramente se moderarían en el restaurante o en la taberna, porque allí tendrían un público muy restringido, sólo los comensales o los vecinos de barra, un desperdicio.
Poco tiene de particular, así pues, que quienes escriben en prensa o aparecen en televisión, aunque no se ocupen de reality shows ni de cotilleos, se contagien y piensen que es lícito decir en público -más lícito, de hecho, que en privado- las mayores salvajadas con el más brutal vocabulario. A título personal, esta extendidísima costumbre me parece lamentable, y cada vez que alguien extranjero es invitado a un programa español, se me cae la cara de vergüenza ajena imaginándome su estupor cuando le lleguen, a través del intérprete, los comentarios y preguntas salaces soltados por sus anfitriones. Ahora bien, a toda esta situación le veo alguna ventaja. He dicho siempre que una de las más graves estupideces en que incurren el lenguaje políticamente correcto y la pretensión de que todo el mundo lo use, es que eso nos privaría de una fuente de información valiosísima acerca de las personas con las que tratamos, a las que leemos, a las que vemos "debatir" y a las que escuchamos. Si todas hablaran igual de modosamente, no sabríamos a qué atenernos, ni estaríamos prevenidos contra quienes son despreciables o malsanos, racistas o en verdad machistas, farsantes o traicioneros o simplemente gañanes, sean o no "mediáticos". Con esta absoluta desinhibición verbal, por mucho que nos abochorne a algunos, bastante ganamos: sabemos con facilidad a quiénes tenemos enfrente, con quiénes nos las gastamos; sabemos que jamás veremos una emisión ni leeremos un libro del locutor que usa la expresión -a la vez zafia y cursi- "chochitos rosáceos"; que nunca nos molestaremos en oír las opiniones del tertuliano que olfatea "ácido úrico" por todas partes y que en los muertos de Haití sólo ve que "el mundo hace limpieza"; que jamás saludaremos al individuo capaz de referirse a unas mujeres -las que sean- como "coños de vitriolo y cianuro"; que nunca votaríamos a un rijoso que al ver a una ministra se figura lo que ésta hará con sus "morros", y sobre todo lo dice (si sólo lo pensara, pues bueno, allá él con sus fantasías).
Me parece bien, insisto, que conservemos esa fuente de información incomparable que es el habla de cada cual, o su escritura. La gente finge mucho, disimula, se hace pasar por lo que no es, esconde sus cartas, a menudo es hipócrita o taimada y enseña una sola cara. Si todo el mundo hablara igual, como se quiere desde demasiadas instancias, estaríamos vendidos ante los numerosos impostores. La degradación de nuestra escena pública no parece tener límites, cierto, pero hay que verle el lado bueno: así no podremos llamarnos a engaño, o de algunos nos salvaremos.
[PS. Si notan que este artículo está peor que de costumbre, tiene su explicación: obediente, llevo siete noches sin dormir, viéndome de cabo a rabo, como me conminó a hacer un señor airado desde las páginas culturales de este diario, las sesenta y una horas de la serie The Wire. Como comprenderán, tengo los ojos arrasados y la cabeza hecha un bombo, así que no sé si ahora me toca "ser feliz" o "pedir perdón por mi arrogancia" -ni a quién, ¿a él?-, como asimismo me ordenó el señor airado.]
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