La palabra de Gumersindo
En este momento, el historiador piensa, sobre todo, en un padre capuchino.
Puede parecer absurdo, incomprensible, hasta monstruoso para algunos, porque en apariencia estos dos hombres no tienen nada que ver. El primero es un profesor universitario vivo, todavía joven, enamorado de la explosiva tradición del anarquismo aragonés, prestigioso entre sus colegas, pero conocido por el gran público a partir de un libro titulado La Iglesia de Franco, en el que analizó la trayectoria del clero católico, desde su responsabilidad en el golpe de Estado de 1936 hasta su cooperación, a menudo entusiasta, con la represión desatada en 1939. El segundo era, precisamente, un fraile navarro, anciano de largas barbas que vistió una sotana hasta el día de su muerte, en 1942.
Pero no se agotan aquí las aparentes discrepancias. El acto que instala el recuerdo de Gumersindo de Estella en la memoria de un catedrático de Historia Contemporánea es la inauguración del Memorial a las víctimas del franquismo en el cementerio de Torrero, cuya construcción se decretó, por acuerdo unánime, en el pleno del Ayuntamiento de Zaragoza celebrado el 25 de septiembre de 2009. Poco más de un año más tarde, la presencia del gran cubo que recoge los nombres de 3.543 víctimas de la Guerra Civil y la posguerra en la capital de Aragón ha convertido Torrero en un lugar de memoria ejemplar, y quizá por eso, y por desgracia, también único en España.
En el folleto que presenta el itinerario que acaba de inaugurarse, el historiador escribió: "Es el momento de que la democracia española integre las diversas memorias y asuma que las víctimas de la represión de los militares sublevados contra la República y de la violencia de la dictadura de Franco necesitan la reparación moral y el reconocimiento jurídico y político después de tantos años de vergonzosa marginación". Para lograrlo, los responsables del proyecto han sumado, en lugar de restar o reemplazar. No se trataba de eliminar nada, sino de incorporar lo que faltaba.
Así, en Torrero existen ahora seis lugares de memoria. Dos de ellos, el Monumento a los Caídos -que se instaló en la plaza del Pilar en 1954, y en 1990, cuando se afrontó la remodelación de aquel espacio, se trasladó al acceso principal del cementerio- y la Capilla de los Caídos -construida en 1942 para albergar a los casi cuatro mil combatientes del ejército sublevado que habían caído en el frente y en los hospitales de Aragón-, son los únicos que existían hasta ahora en este recinto. En adelante, los visitantes podrán contemplar cuatro más, la tapia que constituyó el lugar de ejecución de ciudadanos republicanos y antifranquistas hasta 1946, las fosas comunes donde se escondieron sus cadáveres, el Monumento a las Víctimas de la Democracia erigido en 1980 por el primer ayuntamiento democrático, tras el casual hallazgo de una de dichas fosas, y por fin, el Memorial levantado con la voluntad de honrar a todas las víctimas de la dictadura.
Por todo esto, puede parecer extraño que el historiador piense hoy, sobre todo, en un padre capuchino. Y sin embargo, él sabe que el monumento que acaban de inaugurar conmemora también su figura y su obra, el imprescindible testimonio del que dejó constancia en las páginas de un diario clandestino, más que secreto, que habría podido costarle la vida. Gumersindo de Estella lo vio todo, lo recordó todo, sufrió por las víctimas en todos y cada uno de los momentos que dedicó a cumplir con la misión de prestar asistencia espiritual a los condenados a muerte en Zaragoza. Testigo de un horror cotidiano desde que, en 1937, fue nombrado capellán de la cárcel provincial, los conocía muy bien. Estaba con ellos, hablaba con ellos, los acompañaba hasta la tapia en un camión, y abrazaba por igual, en el último instante, a los que habían pedido confesión y a los que se habían negado a reconciliarse con Dios antes de morir, porque, en el infierno donde vivía, los entendía tan bien como a los otros. A mediados de 1938, tras suplicarlo con una insistencia cercana a la desesperación, consiguió que quitaran la fotografía de Franco que presidía el altar de la capilla de la cárcel, en el lugar reservado a las imágenes de Cristo o de la Virgen, para aliviar a los reos de la indignación de contemplar hasta el último momento el rostro del hombre que había firmado sus sentencias de muerte. En público no se atrevió a ir más allá. En privado dejó constancia en su diario de su repudio de la actitud de una parte del clero católico, empeñado "en acreditar con su sello divino una empresa pasional de odio y violencia".
Por eso, el historiador sabe que el acto que repara el honor de todas las víctimas de este cementerio es también un homenaje a su memoria.
(Este artículo es por, para y gracias a mi amigo Julián Casanova, y en memoria de todas las víctimas del cementerio zaragozano de Torrero, entre las que bien se puede contar a Gumersindo de Estella).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.