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Columna
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Míster Marshall y la marmota

El colegio público de mi pueblo no era bueno ni malo ni todo lo contrario: era el único que había y nunca pensé que los colegios pudiesen ser mejores o peores puesto que no tenía con qué comparar. Diría que el único adjetivo que me viene en mente para definirlo es lento.

El año 1985 yo cursaba octavo, el actual segundo de ESO. Rezaba por la mañana y por la tarde, el cura impartía religión, celebrábamos fiestas de guardar y en clase de educación física practicábamos algo parecido a gimnasia militar: formaba, me alineaba, me numeraba, daba media vuelta, ar, y otros ejercicios de suma utilidad. El calendario atrasaba y no sabíamos cómo darle cuerda. La ética como alternativa a la religión no era una opción válida. Hablo de la asignatura pero me parece que se podría aplicar a otras cosas que sucedían.

En España la lentitud es exasperante; en Cataluña, pesadísima: en las repeticiones y retrocesos aún manda el cine de Berlanga

El año 1984 llegó la posibilidad de cursar catalán una hora a la semana en los colegios de la Franja. La novedad, a pesar de ser una asignatura optativa, digamos que no recibió una calurosa acogida por parte del profesorado. Como estas, otras rémoras de clase de encerado y crucifijo. Fue durante esa época cuando empezaron a verse pintadas con el lema ¡Diócesis aragonesa ya! Cuando lo escribo no me sorprende recordar la presencia activa de dirigentes socialistas aragoneses en aquellas manifestaciones tan, digámoslo así, progresistas. Lo de la ética y la religión.

Decía que el adjetivo que mejor lo definía era lento. Podría estar de acuerdo en que los hechos históricos tienen sus inercias y los caminos que se recorren son empinados y llenos de piedras. Pero ¿cuánto dura la lentitud? No estaría de más saberlo porque uno empieza a tener complejo de hámster en una rueda. En España la lentitud es exasperante y eso que hace años nos dijeron que no la iba a reconocer ni la madre que la parió.

Vale, se han hecho bibliotecas, universidades cada cual la suya, hospitales con colas y aeropuerto en Ciudad Real. Se pavimentan autovías lejos de aquí y se construyen trenes rapidísimos con la radialidad de los años cuarenta. Los tertulianos han cambiado el café por la TDT y el razonamiento por el escupitajo. Liberales con tricornio, alcaldes rijosos y parálisis en el Sáhara... El historiador Josep Fontana cita la anécdota del resumen de la historia de España que le pidieron a don Ramón Carande, en dos palabras: demasiados retrocesos. Un poco más castizo, un compañero de clase, después de volver de la inolvidable gimnasia militar, solía decir: "Estamos donde estábamos, pero más cansados".

La derivada de todo esto en Cataluña es pesadísima, si quieres volar, toma lastre. Los hay que todavía dan la lata con la pedagogía, es oír el palabro y recordar el patio del colegio. Los hay que con la conllevancia y entonces me acuerdo del matón de la clase, qué remedio quedaba que conllevarse con él. Los hay incluso que cuando oyen cualquier cosa que derive en independencia recomiendan paciencia, calma, y entonces me imagino un hámster en clase de gimnasia. Los menos, que no hay para tanto, que algo se ha avanzado, como si el mundo no girase para esperarnos a nosotros. Cuatro años más, a ver qué pasa.

Hay una lentitud poética, claro que sí, faltaría más, y está muy bien. En Mullholland drive, por ejemplo, la película del anciano que emprende un viaje larguísimo con una segadora de césped. Estética del paisaje y soledad, muy bonito, vale. Y también tenemos películas donde todo vuelve a empezar como sucede en El día de la marmota... Muy divertido, sí, pero en nuestra lentitud, en nuestras repeticiones y en nuestros retrocesos sigue mandando el cine de Berlanga. Quizás el mejor homenaje que le podríamos hacer sería el de pasar página.

Francesc Serés es escritor.

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