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Columna
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La ITV de la OTAN

Como los coches, la Organización del Atlántico Norte necesita periódicas revisiones para asegurarse de que se encuentra en perfecto estado de revista con que atender a las amenazas, peligros y retos del mundo circundante. La pasada semana en Lisboa la OTAN pasaba la última de esas revisiones, ampliando como en ocasiones anteriores objetivos y competencias. A su creación en 1949 la realidad geopolítica era de un clasicismo geométrico, el bien a un lado, el mal al otro, y una línea de separación como frontera ideológico-moral entre ambos. La organización agrupaba a 12 países -de Europa y América del Norte- anticomunistas de oficio que se oponían a la expansión del marxismo-leninismo en el Viejo Continente, y por el artículo 5 de la carta se comprometían a "tomar las medidas que se estimaran necesarias" ante un ataque armado en el continente europeo contra cualquiera de los países miembros. Se trataba, por tanto, de un artefacto de funciones predominantemente militares.

La Alianza cambia de una organización con objetivos militares a algo más vasto para promover la seguridad

Las revisiones más importantes del llamado concepto estratégico -el para qué, el cómo y el con qué- han sido las de 1991, cuando el fin de la URSS podría haber dejado a la organización sin causa por desaparición del enemigo; la de 1999, que coronaba una década de misiones dentro y fuera de Europa; y la actual, que hace balance de la transformación de la amenaza militar con actores reconocibles sobre el terreno -como sería un Estado agresor- en un magma letal que, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, se pretende conjurar con el nombre de Al Qaeda, y apellidar "terrorismo internacional".

Primero se decidió que había que extender el campo de actuación a un difuso espacio euroatlántico, y, posteriormente, se acuñó el concepto de distancia estratégica para cubrir aquellos casos -mayormente en Asia central- en los que los acontecimientos que motivaban la intervención podían pesar estratégicamente, esto es, perjudicar los intereses de los ya 28 miembros de la Alianza. El artículo 5, que restringía el campo de las intervenciones y la naturaleza de la agresión, había quedado en la cuneta. Y ello implicaba la sustitución de la idea de amenaza física por la llamada "gestión de crisis", con todo lo que esta entrañaba de acción preventiva o profilaxis armada para anticiparse a cualquier deterioro de las posiciones occidentales en el planeta. Ese era un caso en el que la función creaba el órgano: si se decidía operar en Afganistán, esa misma necesidad segregaba su justificación intelectual -el órgano- para actuar.

Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde los tiempos prehistóricos en los que las operaciones militares de Occidente en lo que hoy se llama Tercer Mundo se amparaban en divisas retórico-literarias como la carga del hombre blanco de Kipling, o la acción civilizadora de la III República Francesa. La OTAN no es, sin embargo, un paraguas ad hoc para cubrir una acción crudamente colonial, sino una organización defensiva enfrentada a amenazas reales, pero también fruto del miedo, a la que el siglo XXI ha ido añadiendo capas de interacción con el mundo exterior. A ese tipo de cooperación corresponde el desarrollo de asociaciones más o menos coyunturales con actores externos a las que se denomina con el barbarismo de partenariado. El caso más notable es el tipo de acuerdo todavía mal definido y anunciado en Lisboa que se le ofrece a la Rusia postsoviética, menos que una integración pero mucho más que un plan de mínimos para perseguir fines conjuntos. ¿Cuánto de todo ello es un reflejo de lo que Edward W. Said calificó de "orientalismo"? La OTAN es una organización euro-americano-céntrica, que, aunque no amenace a nadie, constituye inevitablemente una reacción ante el Otro, al que solo sabe caracterizar de acuerdo con patrones occidentales.

Este largo camino de la OTAN tiene un hilo conductor que es la progresiva transformación de una organización con medios de acción y objetivos militares en algo mucho más vasto cuyo fin es promover la seguridad. Y eso implica un grado de intervención planetaria que abarque eventualmente cuestiones diplomáticas, desde conversaciones de paz a propuestas de desarme; asesoría, entrenamiento y educación, tanto civil como militar, en terceros países; y, quizá, un día la formación de una gendarmería internacional. La OTAN no es todavía eso, pero el camino ahí apunta. El problema consiste en que si la primera operación en que ha de lucirse el embrión de esa nueva OTAN es la guerra de Afganistán el diagnóstico habría de ser hoy de pronóstico reservado.

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