Votar al éxito
El apoyo a Rousseff es también a un país que juega y aspira a ser una gran potencia
El presidente Luiz Inácio Lula da Silva se retira -al menos de momento- tras ocho años de mandato con los índices de popularidad -supera el 80%- más altos que jamás haya conocido un presidente de Brasil. La campaña de su delfín, la ex ministra y ex izquierdista radical Dilma Rousseff, ha sido diáfana. Yo soy la continuadora, ha dicho menos que entre líneas, en lo que casi coincidía con las críticas de la oposición, aunque esta en vez de continuadora prefería hablar de marioneta. El propio presidente se ha volcado en apoyo de su candidata, aunque, muy formal, ha subrayado que espera que Rousseff cubra los dos mandatos consecutivos que permite la Constitución.
Los brasileños han sabido, sin embargo, matizar entre el saliente y la entrante, porque aunque le dieron a Rousseff ya una confortable ventaja en primera vuelta, la candidata ha tenido que esperar a la reválida de ayer para convertirse en la primera mujer que llega a la presidencia del país. Entre su mentor y ella hay todavía una innegable brecha de carisma. Pero aun así, una mayoría de ciudadanos ha votado tanto o más por Lula cuando nominalmente lo estaba haciendo por su sucesora, y tal era la densidad del elogio al presidente ex metalúrgico y ex sindicalista que el candidato de la oposición, el líder del partido socialdemócrata, José Serra, ha tenido buen cuidado de no atacar a Lula directamente porque su baza se basaba en convencer al votante de que Rousseff no daba la talla como sucesora.
La campaña ha sido desagradable sobre todo para la vencedora por las frecuentes incursiones de lo religioso, sobre si los candidatos eran o no creyentes -Lula y Serra son católicos activos, pero no la sucesora-, sobre si eran contemporizadores con el aborto -siempre Rousseff- o el fantasma del cáncer linfático del que aparentemente ya se ha curado la presidenta electa. Pero en ese sufragio otorgado a Lula-Rousseff, a quien también votaba una mayoría de brasileños era al éxito; al éxito nacional e internacional de su país que se expresa en la considerable reducción de los índices de pobreza gracias en gran parte al programa Bolsa-Familia; a la obtención del Mundial de Fútbol para 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016; a los macroíndices de crecimiento en plena crisis financiera mundial; a la actividad incesante en la escena internacional que ha llevado a Lula hasta interferir en la política de EE UU con respecto al programa nuclear iraní o a ofrecerse como mediador en Oriente Próximo. Ese público ha parado mientes más en la bendita osadía planetaria de su presidente que en los resultados de sus gestiones, necesariamente limitados.
El mundo que deja atrás Lula parece, en todo caso, sustancialmente distinto al que recibió en 2002. Las aspiraciones brasileñas de gran potencia datan de los años treinta del siglo pasado, con la presidencia de Getulio Vargas, pero solo ahora, a fin de la primera década del siglo XXI, se les puede comenzar a dar algún crédito.
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