Un presidente que quiso todo el poder
"De aquí me van a sacar muerto", le dijo Néstor Kirchner a un amigo en la Casa Rosada cuando recién había asumido la presidencia de la nación. Llegó con debilidad a un país débil, e hizo de la fortaleza su principal ideología. Prefirió ser fuerte a ser bueno, justo o brillante. Y acumuló un poder inmenso, que por momentos producía temor. No se le puede cuestionar su habilidad para hacerse consistente en una república donde los presidentes volaban por el aire. Tampoco su enorme pericia para gobernar el barco con el viento de cola de la economía mundial.
Hizo mucho para que se enjuiciara a los militares asesinos y torturadores de la última dictadura militar, pero luego colonizó a los organismos de derechos humanos y los utilizó como escudos éticos para legitimar sus polémicas políticas domésticas. Negoció con picardía la deuda externa, pero quedó preso de pecados y supersticiones ideológicas y sin crédito internacional, como lo tuvieron y tienen Brasil y Chile. Alentó una nueva y prestigiosa Corte Suprema de Justicia, pero al final se dedicó a hostigarla porque fallaba en contra de sus deseos.
Tuvo gestos progresistas, como impulsar el matrimonio gay, pero se alió con lo más rancio de la derecha peronista y de la corporación sindical. Su política principal fue la división. Dividir para reinar, el truco más viejo del mundo. Cuando algún sector se le resistía ponía toda la voluntad y el dinero del Estado para crear batallas internas y debilitar al adversario, a quien consideraba lisa y llanamente un enemigo. Tenía una verdadera obsesión por controlar los medios de comunicación. Detestaba a los periodistas: puso a unos contra otros y montó con dinero público programas de televisión para que se burlaran de ellos y se los desacreditara.
Intentó de distintas maneras controlar el insumo básico de los diarios -el papel- para controlar así sus contenidos. Y procuró arrebatarle a varias compañías mediáticas señales de cable y frecuencias radiales. Se levantaba y mientras hacía ejercicio leía los diarios y se enfurecía. Cada media hora, sus colaboradores más íntimos le acercaban informes de lo que había dicho cada comentarista o reportero en la televisión y en la radio. Y aplicaba en consecuencia premios y castigos con la publicidad oficial, que creció exponencialmente y sin control alguno durante siete años. Era una tarea que, como muchas otras, no delegaba. Muchas veces telefoneaba a los dueños de canales o emisoras para quejarse por determinado periodista y a veces para pedir directamente su cabeza. Quería editar la realidad, como lo había hecho en la provincia de Santa Cruz. Y esa utopía lo llevó a batallas homéricas contra la prensa. Independientemente de esto, fue un hombre de fuertes convicciones, y siempre es conmovedor y a la vez espeluznante descubrir en las personas una fe ciega. Tuvo dos episodios cardíacos y le pidieron que cambiara de vida. Dicen que ya tenía secretamente decidido cederle a su mujer la próxima candidatura presidencial. Pero era incapaz de hacer caso a los médicos y seguía adelante, controlando personalmente las cuentas de la economía, guerreando contra la prensa, cooptando dirigentes, negociando apoyos y haciéndose mala sangre por el inevitable desgaste del poder, que lo estaba abandonando, y por las convulsiones que provocaba su propia política de división y por la alta inflación que generaba su modelo económico. Pero no podía parar. No podía parar. Seguía y seguía sin tener en cuenta los consejos, sintiéndose de algún modo inmortal o buscando inconscientemente un límite. "De aquí me van a sacar muerto". Su profecía se cumplió.
Jorge Fernández Díaz es periodista y escritor argentino. Su último libro publicado en España es La logia de Cádiz.
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