Serra prepara el último asalto
La elección presidencial del domingo en Brasil es la meta vital del candidato socialdemócrata, uno de los políticos más influyentes de las últimas décadas
A Lula da Silva no se le debió ocurrir durante muchos años la idea de que podía llegar a ser presidente de Brasil. A Dilma Rousseff, la elegida por Lula para sucederlo, seguro que ni tan siquiera se le pasó por la cabeza hasta hace bien pocos meses. Quien lleva muchos años contemplando la presidencia como un objetivo al alcance de la mano es José Serra, el hijo único de unos inmigrantes calabreses, que siempre tuvo clara su vocación como gestor político, desde su etapa como representante estudiantil, a principios de los sesenta, hasta su última función como gobernador del poderoso estado de São Paulo.
Serra, con casi 50 años de carrera política a sus espaldas, llega, por fin, el próximo domingo 31, a la apuesta clave de su vida, donde arriesga el todo por el todo. Con 68 años, una derrota frente a Dilma Rousseff (como predicen los sondeos, con mayor o menos holgura) puede significar su fin como uno de los políticos más influyentes que ha tenido Brasil en las últimas décadas.
"No será una derrota o victoria más, será la definitiva", dicen sus allegados
Aunque algunos sondeos lo asocian a la derecha, siempre ha sido de izquierdas
Es un ferviente católico y ha cortejado el voto evangélico
Le gusta la disciplina fiscal y defiende la inversión privada
"José Serra está acostumbrado a ganar y a perder, pero esta no sería una derrota o una victoria más. Será la definitiva", aseguran en su entorno personal. Si gana, porque habrá alcanzado, por fin, su meta. Y si pierde, porque es difícil que recupere el mando en el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), donde esperan ansiosos otros candidatos, más jóvenes e igualmente ambiciosos.
Es curioso que algunos sondeos asocien a José Serra con la derecha, porque toda su vida ha estado relacionada con la izquierda moderada y porque su currículum personal no es nada dudoso. Con 22 años, al poco del golpe militar de 1964, Serra se despidió de sus padres, dueños de una tienda de verduras en São Paulo, y se marchó al exilio, primero a Bolivia y luego a Chile, donde consiguió acabar sus estudios, se casó con una de las estrellas del ballet clásico del Teatro Nacional y comenzó a trabajar en organismos próximos al presidente Salvador Allende. El golpe de Pinochet le llegó cuando tenía 31 años y dos niños. Fue internado en el siniestro Estado Nacional de Santiago de Chile, pero salió pronto en libertad y se refugió en la embajada de Italia, trampolín hacia Estados Unidos.
Cuando regresó a Brasil, dueño de un máster en Economía y una voluminosa agenda de contactos, tenía 36 años y seguía exhibiendo una inconmovible vocación política, que pronto conectó con la de un famoso sociólogo, Fernando Henrique Cardoso, con quien creó el PSDB. "En las elecciones brasileñas hace tiempo que nadie se presenta como candidato de la derecha", explica un periodista de La Folha de São Paulo. Si el establishment brasileño prefiere a Serra, afirma, es porque le considera "más flexible" que Lula o que Dilma respecto a la función del capital privado. De hecho, siendo ministro, privatizó un banco. Les gusta además su disciplina fiscal y su apuesta por las inversiones extranjeras. Seguramente también les aproxima el que se haya mostrado crítico con la política exterior de Lula, especialmente sus relaciones privilegiadas con la Venezuela de Chávez o el Irán de Ahmadineyad.
A Serra no le entusiasma el Mercosur (la unión aduanera que integran Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay), ni las continúas concesiones comerciales que el presidente Lula ha hecho a Argentina. Seguramente, comprende mejor que Rousseff los intereses de las grandes finanzas o la gran industria del poderoso Estado de São Paulo y por eso despierta más temores en Buenos Aires o en otras capitales de América Latina.
Finalmente, hay otro rasgo que aproxima a Serra al establishment: su público catolicismo, que comparte con Lula (fervoroso creyente, "a su manera") pero no con Dilma Rousseff, a quienes muchos acusan en esta acusan de ser una agnóstica encubierta, que no se atreve a decirlo por miedo a que eso le suponga perder votos en un país con un profundo sentimiento religioso. Dilma y Serra pelearán el domingo por el respaldo que recibió en primera ronda la ecologista Marina Silva, miembro de una iglesia evangélica. Para atraer ese voto, ninguno de los dos ha hecho demasiados ascos. Serra se ha refirmado en su condena al aborto y se ha hecho carteles sonriendo al lado de uno de los dirigentes evangélicos más famosos de Brasil, Silas Malafaia. El candidato ha desmentido con energía a una ex alumna de su esposa que aseguró que ésta se había practicado un aborto hacia muchos años (La mujer de Serra se mantiene en silencio). Dilma ha hecho pública una carta en la que se compromete a no presentar ningún proyecto de despenalización del aborto. Algo que es asombroso en un país como Brasil donde la interrupción clandestina del embarazo es un auténtico problema de salud pública, con más de un millón de abortos al año, 300 mujeres muertas y más de doscientas mil ingresadas por los graves daños sufridos en esas operaciones clandestinas,
De lo que no parece haber grandes dudas es de que Serra está realmente comprometido en la lucha contra la pobreza y de que admira algunos de los logros de Lula en ese campo. Pase lo que pase, gane o pierda, a Serra se le podrá recordar por dos decisiones importantes. Rechazó con toda firmeza la oferta de Fernando Collor de Mello para que se hiciera cargo de la cartera de Economía (el presidente acabó su mandato sometido a un juicio parlamentario por delitos de corrupción). Y fue el ministro de Salud, en la poca de Cardoso, que se atrevió a enfrentarse con los grandes laboratorios y lanzar una ley de genéricos que permitió abaratar muchos tratamientos médicos y, sobre todo, combatir con modernos retrovirales el incipiente sida.
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