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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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En las entrañas de la Ciudadela

En lo que fue la fábrica en donde se acuñaba la moneda en la época de Mohamed Alí, fundador del moderno Egipto, y posteriormente el taller en donde los ingleses fundían sus cañones -ya que Egipto no por más moderno devino más libre-, en las entrañas de la Ciudadela que corona El Cairo, se encuentra el Restoration Laboratory Citadel Cairo, dependiente del Aga Khan Cultural Service Egypt y de las autoridades egipcias competentes. Tuve el privilegio de visitarlo en compañía de unos amigos. Créanme, merece la pena.

Es una nave inmensa -unos mil metros cuadrados-, de techos altos; no de proporciones faraónicas, pero para estándares europeos sí que es muy grande. Estaba abandonada, llena de basuras. Con lo que se encontró entre escombros, polvo y restos orgánicos -obras de arte y de artesanía únicas en las que Egipto es pródigo- se iniciaron las primeras restauraciones. Hoy se trabaja en muchas y variadas muestras de belleza, tantas que el profano apenas puede asimilar el conjunto y ha de fijarse en el detalle. Aquí, una lápida de mármol con epitafio que perteneció a la familia del esposo de Fátima, la hija del Profeta. Allí, cuidadosas reproducciones de puertas de mezquitas cuyos bronces desvalijan los ladrones de antigüedades; las puertas serán sustituidas y bien guardadas, y los traficantes de bienes públicos se quedarán con un palmito de narices (hay tanto en donde robar, que seguro que no se quejan).

Se trabaja en variadas muestras de belleza: lápidas, mosaicos, frisos…

Una cabeza de esfinge, pequeña -quiero decir que no es monumental-, y una columna, procedentes de Heliópolis. Lápidas de mausoleos, estelas, piezas de artesonado, frisos... Aquí un pavo real, en lo que parecía un jeroglífico. Ahí, un enemigo vencido. Pinturas. Un mosaico extraordinario, que muestra el paraíso según un musulmán: árboles, una casa grande y cómoda, y una jarra de vino. Dentro del enorme taller, las obras en restauración parecen convalecer de una larga temporada en agitadas tierras, y en realidad así es. El exterior, en la ciudad de El Cairo, resulta agresivo como pocos lugares. Antes de la era industrial, cuando el polvo solo era polvo, inocuo hasta cierto punto, o al menos en ciertas proporciones, y en las estribaciones del desierto no ondeaban chimeneas, antes de la lluvia ácida y de otros apocalípticos jinetes, las casas y mezquitas de esta ciudad ofrecían a la vista el jardín de los colores más cálidos.

Una muestra: la puerta de Al Barquk, del siglo XIV, época mameluca. Es una delicada composición, de colorido vivaz, que ha ido volviendo a la vida por el esfuerzo de los restauradores, levantando cabeza, como quien dice, tras haber sido cubierta por, literalmente, un mar de mierda. Un mar de ese color amarillo que tienen los pañales de los bebés, el amarillo hiriente y a la vez pasivo que es el de esta metrópoli abandonada a su propia capacidad de supervivencia. No hablo del amarillo solar que debió de convencer a los primeros egipcios -con poco esfuerzo- de la divinidad del astro. Es el amarillo del sol vencido. Porque aquí hasta el sol se ensucia los pies y solo cuando lanza sus últimos rugidos cotidianos, antes de esconderse, se venga en rojo.

Y si el sol sufre, no digamos ya las antigüedades. De ahí que una visita a un taller de restauración resulte tan estimulante. Aún más ver cómo los egipcios -cuya gran masa vive de espaldas al espléndido patrimonio artístico, o lo considera un simple sacacuartos a los turistas, del cual ellos se quedan solo con cuatro perras-; ver cómo operarios egipcios, decía, le dan al cepillito, al pan de oro y a lo que haga falta, satisface mucho. Uno imagina cómo debieron de ser aquellos antiguos que le daban al cincel y al jeroglífico, en parte por el pan y en parte también por el orgullo del trabajo bien hecho.

Soy torpe con las manos y eso explica que me extasíen particularmente quienes trabajan con ellas y hacen el bien a los objetos. Me gusta ver cómo usan todos sus dedos, las palmas, el dorso... Ah, manos sabias contra la reducción al único contacto del pulgar con el teclado telefónico o el mando a distancia de la tele. Deberíamos volver a los oficios, sin perder por ello las tecnologías, pero utilizándolas para apreciar lo que hicieron los antiguos.

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