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Columna
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La corrupción política

La apertura del juicio sobre el caso Malaya ha vuelto a poner en primer plano el grave problema de la corrupción política en España. Es cierto que, felizmente, Galicia no aparece en un lugar destacado en ningún mapa que pueda realizarse para ubicar la lacra de la corrupción en nuestro país. Aun así, en nuestra tierra se han abierto en los últimos años numerosos procesos en los que están implicadas más de 130 personas, de las cuales 76 son cargos públicos, a los que se ha condenado o están imputados por delitos tales como saqueo de las arcas públicas, concesión ilegal de licencias o cobro de comisiones a cambio de prebendas o todo tipo de gestiones. Así pues es preciso cortar de raíz esta anomalía democrática antes de que pueda extender sus perturbadoras redes. Para ello es imprescindible que los partidos políticos aparten de forma contundente a estos personajes de la vida pública, que los jueces muestren mayor eficacia y diligencia y, por supuesto, que la opinión pública haga irrespirable el aire a estos delincuentes. Conviene recordar al respecto que los éxitos alcanzados en Galicia en la lucha contra el narcotráfico fueron debidos a la combinación de dos factores: la acción decidida de algunos jueces, con Garzón a la cabeza, y la movilización ciudadana promovida por las madres contra la droga, dirigidas por Carmen Avendaño, que puso en la picota a los clanes del narcotráfico, los arrinconó y asfixió socialmente. Ese es también el camino a seguir contra la corrupción política. De lo contrario se extenderá también aquí, como sucedió en otras latitudes.

En Galicia hay que tomar nota de Marbella, sobre todo cuando se están revisando las leyes urbanísticas

En efecto, en Marbella los especuladores campaban a sus anchas, el saqueo de las arcas públicas era sistemático y la prevaricación y el cohecho constituían la norma. A ese panal de rica miel acudió una variada fauna social compuesta por zánganos de la jet set, triunfadores horteras, cortesanos de toda laya, profesionales del chisme que se llaman a sí mismos periodistas, testaferros o parásitos de la más variada condición, según la taxonomía establecida por los mejores conocedores de la Costa del Sol. Finalmente, como era previsible, se establecieron las mafias internacionales. Todo ello configuró un modelo que convirtió a la bella ciudad malagueña en el paradigma de la locura desarrollista que cegaba nuestro futuro y puso de manifiesto las catastróficas consecuencias de la política urbanística basada en la especulación y el reparto rápido de beneficios.

Pero no conviene llamarse a engaño, Marbella no es un caso aislado o excepcional, aunque sea, gracias a sus pintorescos protagonistas, el más espectacular. Basta recordar la referencia al 3% realizada por Maragall desde la solemnidad de la tribuna parlamentaria, el procesamiento del anterior presidente de Baleares así como de la presidenta del Parlamento y de varios consejeros y alcaldes de aquella comunidad autónoma. Sin olvidar las imputaciones que pesan sobre el presidente y otros altos cargos de la Comunidad Valenciana, o de la vergüenza que supuso tener que repetir unas elecciones en Madrid como consecuencia de la felonía de dos diputados convenientemente incentivados por las tramas inmobiliarias. Es preciso, pues, que en Galicia tomemos buena nota de lo que está sucediendo. Sobre todo cuando están en revisión las principales leyes urbanísticas del país, y aun cuando, como sucede en toda España, haya disminuido drásticamente la actividad económica ligada al ladrillo.

Pero lo más preocupante de este desdichado asunto es el rotundo fracaso que los diferentes Gobiernos, partidos políticos, fiscales, jueces o inspectores de Hacienda han cosechado a la hora de prevenir, detectar y combatir la corrupción. ¿A qué se debe éste colosal fallo sistémico? Pues mucho me temo que algo ha tenido que ver la enorme capacidad que la economía sucia y las organizaciones delictivas que la gestionan poseen para corromper a la sociedad.

En España, las mafias blanquean ingentes cantidades de dinero negro que en no pocos casos proceden de actividades criminales. Y comprenderán ustedes que quienes manejan miles de millones de euros no carecen de proyecto político. Al contrario, necesitan la complicidad del poder - o de los poderes- para extender su devastadora metástasis. De esta manera, con el urbanismo salvaje no sólo está en juego nuestro patrimonio natural, sino también la salud de nuestra democracia. Ante semejante situación, las fuerzas democráticas no pueden limitarse a repetir fórmulas retóricas de condena. Están obligadas a diseñar una auténtica estrategia política contra esta lacra que asfixia nuestra democracia.

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