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Análisis:
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Los inquilinos de la cima del mundo

Diego A. Manrique

Nadie hubiera apostado por ellos. Treinta años después de su primer elepé, U2 sigue llenando estadios. Dentro de la quinta del pospunk, el grupo dublinés no parecía candidato al superestrellato. Venía de un país pobre y atormentado, con poco más de tres millones de habitantes, todavía no reconocido como potencia musical. Ellos mismos encarnaban la antitesis de lo cool: con la sinceridad por bandera, se reconocían cristianos practicantes y su pacifismo exigía la condena del IRA, entonces una postura impopular entre los estadounidenses de origen irlandés.

La política de la franqueza resultó acertada. En vez de mantener una imagen distante, lo explicaban todo: desde el proceso de aprendizaje junto a un productor viscoso como Brian Eno al enamoramiento con Estados Unidos, que alcanzó su apoteosis en Rattle and hum, doble disco y largometraje de 1988. Nos hacían partícipes de sus aciertos y sus patinazos.

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La pasión 'roja' de U2

Bono tenía un corazón así de grande y el don de la palabra. Fue capaz de expresar poéticamente el callejón sin salida de 1989: "Tenemos que alejarnos y soñarlo todo de nuevo". En los noventa, U2 volvió como proyecto irónico, que incorporaba el filo de la modernidad sonora a la vez que desplegaba apabullantes montajes escénicos, que pretendían burlarse de la omnipresencia de la televisión, de la cultura del consumo rápido, de las pretensiones del rock, de ellos mismos.

Todo a la mayor escala posible. Ya en 1983, Bono avisaba que no se sentían vinculados a las exigencias de lo cool: "Si nos quedamos en los clubes pequeños, desarrollaremos mentes pequeñas y terminaremos haciendo música pequeña". Nada de fingir lealtades a conceptos puristas del rock: querían el mundo y lo querían ya. Por encima de los paradigmas de sus inicios, Sex Pistols o The Clash, sus modelos eran tríos avasalladores (más cantante) como The Who y Led Zeppelin, que habían reinado en los grandes recintos.

Les distinguía su unidad, no exactamente monolítica: se percibían ciertas reticencias de la sección rítmica ante los delirios de Bono. No obstante, el motor del grupo estaba en la capacidad visionaria de su cantante, potenciada por los cinematográficos fondos guitarreros de The Edge. Podían usar secuenciadores, samplers y otros hallazgos de la tecnología, pero en directo se presentaban cuatro personas: tres artesanos y un vocalista gloriosamente carismático, arropados por un ejército audiovisual.

A finales del pasado siglo, agotada la vía de los juegos posmodernos, se replegaron: "Volvemos a postularnos para el puesto de mejor banda del mundo". Se acabaron los experimentos, al menos cara a la galería: enterraron las audacias de sus sesiones de 2007 en Marruecos. Sus tres últimos álbumes resultan comparativamente tradicionalistas, como corresponde a un cuarteto que, aparte de salvar el mundo, quiere ganar en la única clasificación realmente decisiva: la de volumen de negocio. Todo es posible gracias al quinto U2, Paul McGuinness, brillante mánager que domina las tácticas necesarias para sobrevivir en un entorno donde los discos parecen excusas para agitar las taquillas. Hay mucho de inercia en el fenómeno pero nadie podrá discutir su perseverancia.

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