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Columna
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Ictiosauros y plesiosauros

Cuando dieron la noticia de los 33 mineros chilenos atrapados en una mina fui a buscar Viaje al centro de la Tierra. Estuve tentado de releerlo el pasado mes de abril cuando el volcán Eyjafjallajökull entró en erupción. A los devotos de Verne, las palabras Islandia y volcán nos remiten de inmediato al mensaje que guía al profesor Otto Lidenbrock hasta el volcán Sneffels: "Desciende, audaz viajero, por el cráter del Sneffels, tocado por la sombra del Scartaris antes de las calendas de julio y podrás llegar al centro de la Tierra. Así lo hice yo, Arne Saknussen". Huelga decir que en su descenso a las profundidades, los protagonistas, el profesor Lidenbrock, su sobrino Axel y el guía Hans Bjelke, viven peligrosas aventuras y tienen que superar pruebas de todo tipo. Lo más interesante del libro es, no obstante, ver cómo se las compone Verne para crear un mundo donde no hay nada y encajar regiones subterráneas, lagos interiores, una lucha entre un plesiosauro y un ictiosauro, setas gigantes y todo lo necesario para mantener entretenidos a los audaces viajeros. Al fin, los tres protagonistas salen sanos y salvos por el cráter del Strómboli. Aunque sea por ahí, ojalá los 33 salgan pronto y en el mismo estado.

Lo nuestro, por suerte, es más pequeño. Por lo visto, en Cataluña el peligro viene de la mano de las tuneladoras

Lo que nos fascina de Viaje al centro de la Tierra tiene mucho que ver con lo que nos ha mantenido en vilo durante este 2010 que todavía no ha acabado, un peligro opaco, que no puede ser representado hasta que es demasiado tarde, se trate de las nubes de cenizas que expelió el Eyjafjallajökull, de la fuerza con la que la Tierra sacudió Haití, del petróleo rojizo que brotaba del fondo marino en el golfo de México o del desplome que atrapa a 33 mineros. Podemos comprender hasta cierto punto las distancias siderales, después de ver cientos de fotografías de cada una de las nebulosas o supernovas nos parece que nos atreveríamos con el espacio si dispusiésemos de un GPS más o menos fiable, pero lo de las profundidades es otra historia. En el cielo siempre estará Dios, pero bajo tierra solo encontraremos el infierno. Lo de los 700 metros que separan a los mineros de la superficie me supera, se me escapa. Una vez fui a ver cómo perforaban un pozo de unos 10 metros en las obras del AVE. Bajé con un amigo que trabajaba allí. Recuerdo la angustia que me provocó la oscuridad bajo mis pies, el fulgor de la superficie y las figuras de los operarios recortadas a contraluz. A tres metros de fondo miré y solo había roca y frío húmedo. Nada más, masa inerte, tinieblas y tal vez plesiosauros.

Todo esto tiene derivadas personales y locales. Duermo sobre una colada basáltica. Hay mapas geológicos que indican que la casa en la que vivo está situada en una zona de riesgo y, qué le vamos a hacer, a pocos metros hay un acantilado que cae a plomo sobre el río. Llega otoño y los turistas que han visitado la Garrotxa se van satisfechos después de haber recorrido los cráteres de estos volcanes tan domésticos. Lo nuestro, por suerte, es más pequeño. Las minas de carbón se han ido cerrando y las de sal se hunden lentamente. En Cataluña, por lo visto, el peligro viene de la mano de las tuneladoras que cuando no se estropean corren a sus anchas bajo Barcelona y Girona. No hay terremotos, por suerte, aquí todo tiene escala humana. Este verano las autoridades inauguraron las obras que vienen a reparar los daños que provocaron aquellas casas que se hundieron. El se es importante. Era un día frío de enero y el agujero era un simple agujero sin épica. Ni Sneffels, ni ictiosauros, ni plesiosauros. Solo autoridades.

Francesc Serés es escritor

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