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Columna
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Gestionar la crisis

Los Ayuntamientos han pasado en unos años del despilfarro a la indigencia presupuestaria. Tras una década representando el papel de la vida alegre en la fábula de la cigarra y la hormiga, ahora lloran por las esquinas para poder esquivar la bancarrota. En el registro de entrada de los Ayuntamientos ya no hay promotores pidiendo licencias de obras. En las dependencias municipales se ha instalado el cobrador del frac. Las Corporaciones por deber deben hasta callarse. Las cuentas municipales están descuadradas. Los ingresos se han desplomado y los gastos se han multiplicado.

Es verdad que los Ayuntamientos son los parientes pobres de las Administraciones públicas y que en el reparto de la tarta de los ingresos del Estado se han llevado siempre la porción pequeña. También es cierto que han asumido competencias que no les son propias y cuyos costes están estrujando las arcas municipales. Pero nada de ello impidió, en los últimos años, el despilfarro con el que tantos Ayuntamientos han gestionado sus cuentas. La burbuja inmobiliaria y el boom del ladrillo dispararon los presupuestos y llenaron las calles de obras, las barriadas de verbenas, los medios de comunicación de publicidad institucional y las dependencias públicas de gerentes, asesores y cargos de confianza, todos con coche oficial, teléfono móvil y tarjeta de crédito.

Un despilfarro muy bien correspondido por la ciudadanía. No es baladí que en los municipios más endeudados de España gobiernen partidos con potentes mayorías absolutas. Gastando dinero público se han clavado los alcaldes a sus sillones. Y llevándoselo, demasiados han acabado en la cárcel. Esta década de dispendio hizo aflorar la corrupción, solapada bajo el manto de las recalificaciones y los convenios urbanísticos. Los alcaldes se convirtieron en especialistas en escudriñar la ley para engordar un sistema de financiación municipal que convirtió el patrimonio municipal de suelo en la materia prima del negocio.

La alegría presupuestaria alcanzó a todo, desde las toneladas de caramelos de la cabalgata de los Reyes Magos a las bombillas del alumbrado de Navidad pasando por las guirnaldas y los farolillos de las ferias. Todo se medía desde una sencilla simpleza: este año habrá más caramelos que nunca, más luces que siempre y más cantantes de moda que la edición anterior. Los alcaldes tiraban la casa por el balcón del Ayuntamiento, desde el que se asomaban para pregonar toda clase de festejos y cuchipandas o para inaugurar remodelaciones de calles que ya habían sido remodeladas o asfaltado de plazas que se levantaban para volver a ser asfaltadas.

Los Ayuntamientos han creado empresas constructoras y promotoras, de servicios y culturales. Han creado, para lucimiento propio, radios y televisiones municipales. Y sobre todo, gabinetes de propaganda. Han patrocinado procesiones, conciertos o vueltas ciclistas. Incluso, entre otras muchas cosas, han construido botellódromos.

Los Ayuntamientos están ahora en la ruina y su reclamación para poder endeudarse más ha sido atendida por el Ministerio de Economía, aunque solo podrán beneficiarse aquellos cuya deuda no supera el 75% de los ingresos por impuestos directos. La medida, más que aliviar la situación de los Consistorios, calma el temor de los alcaldes, que se encontraban sin dinero para afrontar un año electoral. Si pedir más créditos va a servir para mejorar los servicios que prestan, para realizar obras que creen puestos de trabajo o, en definitiva, para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, bienvenido sea el endeudamiento. Pero si los créditos van a ir destinados a mantener el pan y circo para hoy y el hambre para el mañana, será mejor que los alcaldes se aprieten el cinturón y den la talla como gestores. Gobernar con las arcas llenas no tiene mérito alguno. Lo difícil es gestionar en tiempo de crisis.

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