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Columna
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Echar a perder

Doñana es una maravilla de dunas, marismas y bosque, cuartel de invierno de pájaros acuáticos y migratorios, reino de la lagartija, pero tiene un problema: los seres humanos, los que le son más próximos, sus nativos, sus habitantes. Estas criaturas peligrosas tienen a Doñana en una tenaza, entre Almonte y su playa, Matalascañas, entre dos industrias ricas e invasoras, la religión y el turismo, si no son lo mismo las dos cosas, las peregrinaciones y los viajes turísticos. El turismo es rito fundamental de la religión de las sagradas vacaciones.

Existe también un culto a Doñana, naturaleza moribunda, en vías de extinción. Hoy la naturaleza atrae como las ruinas: la anunciada agonía y muerte de Doñana la ha convertido en bellísimo templo del culto ecológico. Antes fue un coto cerrado, para cazadores protegidos por la fortuna, duques hispánicos y bodegueros irlandeses. En lo único en que los presidentes González, Aznar y Zapatero han coincidido totalmente es en elegir Doñana como centro de veraneo. Pero Doñana tiene un defecto: los lugareños de las playas y el estuario, que rompen la Doñana ideal, agónica y naturalmente excepcional.

En vez de adorar la zona, procuran ganarse la vida en la zona. Ganarse la vida deja huellas, mancha, desgasta, destruye la naturaleza conocida. Almonte recibe anualmente una descarga masiva de peregrinos, y Doñana tiembla bajo el demoledor paso de la peregrinación. Matalascañas, tal como es hoy, nació y creció para ser urbanización, urbanización de urbanizaciones: una foto aérea, actual, de la zona es espeluznante. Esa metamorfosis o dilatación monstruosa del bosque convertido en edificios, hasta la playa, fue un invento de los años 50 y 60 del siglo pasado, los años en los que empezó nuestra era: la transformación de la costa en muralla y hacinación de viviendas humanas, un caso de construcción destructiva o destrucción creativa.

La gente ha sido cada vez más feliz y ha vivido mejor, aunque la riqueza y el bienestar hayan tenido también consecuencias inesperadas, desastrosas. Los expertos anunciaron en la primavera de 2009 que Doñana se transforma poco a poco en un desierto: las nuevas urbanizaciones de Matalascañas vampirizan el subsuelo, se beben las aguas subterráneas, secan las lagunas y las marismas. Se acerca el fin del humedal de Doñana, avisan los expertos. Los gobernantes andaluces, el Ayuntamiento de Almonte, regido por los socialistas como la Junta de Andalucía, han hecho mucho por el bien de la zona, impulsando la única forma imaginable de generar dinero aquí desde el franquismo: el turismo religioso y profano, la urbanización de lo inurbanizable.

Y ahora el Ministerio de Medio Ambiente, en cumplimento de su deber y de la Ley de Costas de 1988, con más de veinte años de retraso, ha deslindado el litoral de Doñana, de Matalascañas a la desembocadura del Guadalquivir, y ha declarado dominio público las arenas, las dunas, los caños, los cambiantes lucios, hasta las marismas, cinco kilómetros tierra adentro. ¿Qué dice la Junta de Andalucía? Está dolida, porque el Ministerio ha sido excesivo, ha superado los límites razonables, tendría que haber protegido menos territorio, tendría que haberse puesto de acuerdo con la Junta, es decir, no pasar de las primeras dunas. Los expertos creen que el deslinde se ha quedado corto: debería haber incluido las marismas y los arrozales.

El Ministerio parece temer a las criaturas humanas que están más cerca de Doñana, más cerca de los intereses inmediatos de la zona, de la circulación del dinero y de las inversiones en la costa. Pero, si no corre el dinero, la gente se pone triste, caen los gobiernos, se pierden elecciones. El Gobierno de la Junta ha recibido por sorpresa el primer embate duro después de las vacaciones. Le ha llegado del Ministerio de Medio Ambiente, es decir, de su partido.

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