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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Canillas caniculares

Agosto en crisis. Barcelona resulta muy distinta de anteriores agostos. Se ha quedado mucha gente. Incluso cuando escribo esto -a principios de la segunda semana-, aquel erial con cuatro tiendas abiertas y unos pocos quioscos de prensa ofrece un aspecto muy distinto. Es probable que cuando ustedes me lean, una semana después de la Asunción, ya ofrezca la ciudad un aspecto normalizado. Es posible que en agosto ya sea septiembre. Cortas vacaciones.

Los quioscos son los que más han cerrado, y temo que algunos ni vuelvan a abrir: los que pagan alquileres muy altos. Pero me estoy aventurando. Quién sabe. Depende de cómo realicen su reconversión. A mí me vendría de perlas que, en el de mi esquina, con cada diario regalaran un vale para optar a un fontanero. Porque, además de los quioscos, han cerrado los comercios especializados en laboriosidades del hogar, y encontrar a un maestro en tuberías resulta algo bastante más difícil que dar con el sentido de la vida.

"Hay algo desvalido e impúdico en las espinillas de un hombre"

Otro tanto ocurre con los talleres de reparación de automóviles. Un taxista se me quejaba de ello: "Se largan, y que ahí te las compongas. No dejan ni a un empleado de guardia… Tienen un compromiso con los clientes, pero actúan como si no lo supieran". Los taxistas que se han quedado con el propósito de trabajar en agosto tampoco están contentos. Varados en las paradas del centro -y entiendo por centro desde el Llàpis de Diagonal hasta el puerto antiguo-, tienen más éxito entre los lugareños que permanecemos que entre los turistas. Frustrados, ven pasar un autobús turístico tras otro, repletos a más no poder. Otra característica agosteña de este año.

Eso, y los hombres con pantalones pirata. Si me dieran un euro por cada par de canillas impresentables que se ha cruzado en mi camino, podría invitarles a cenar generosamente a todos ustedes. El satánico invento ha alcanzado incluso a alguno de mis amigos jóvenes y guapos, y en mi opinión ni siquiera en ellos sienta bien. Hay algo tremendamente desvalido e impúdico en las espinillas de un hombre. Si tiene buenas piernas, malo, porque no ve una lo suficiente. Y si las tiene mal -se da un porcentaje de patizambismo alarmante entre la población masculina mundial-, mostrar palmo y medio constituye un exceso. No estoy sola en esta valoración. Maribel Verdú, con quien estoy grabando un De par en par para Cuatro, se muestra todavía más virulenta que yo contra la nueva moda. Y Maribel Verdú tiene muy buen gusto.

Proliferan terrazas donde sentarse, restaurantes abiertos. Me ha sorprendido la cantidad de propietarios chinos que están abriéndose paso en el mundo de la hostelería de poco voltaje. Tiene su gracia, si es que uno se la ve a Blade Runner. Dice mi amiga la escritora rockera Magda Bonet, con quien cultivo unos encuentros de agosto muy agradables, que a ella no le importa ser invadida por otro pueblo, pero que ya es mala suerte que nos hayan tocado los bajitos que peor español hablan. En agosto he tenido ocasión de practicar el idioma del Gran Dragón en las películas dobladas, al castellano o al catalán: "Mí quelel celveza". O bien: "Jo volel celveza". Es muy difícil entenderse con un chino, por muy amable que sea y por mucho que sepa hacer un bocadillo de llonganissa de Vic. Por ejemplo, ayer tuve serias dificultades para convencer al hijo del dueño de un bar del Eixample para que dejara de bajar el toldo, porque la barra de hierro rozaba ya mi cráneo y estaba a punto de aplastármelo. "¿Pol qué?", preguntaba él, sin comprender. Y yo, como una imbécil: "Mí no quelel molil y si yo molil tu pagalme como nueva".

Estas características agosteñas son de nuevo cuño, pero parece que van a permanecer, por lo que deberemos acostumbrarnos. Quizá con la costumbre los barceloneses nos quitemos de encima esa especie de tristeza malhumorada, ese resentimiento de vago origen y de rotundas certezas autoindulgentes (la culpa de lo que nos pasa es de los demás: de los políticos, de Madrid). Habrá que vivir de otra manera y nadie nos sacará las castañas del fuego. Nadie salvo los chinos, que pagan en cash y se quedan con los comercios, ante la apatía generalizada.

A ver si el año que viene sale otra moda y los hombres vuelven a enseñar las rodillas. 

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