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¿Colombia en paz?

Colombia estrena nuevo presidente, y con él, una nueva etapa política después de ocho años de uribismo. Precisamente Álvaro Uribe, en su último discurso de despedida, aconsejó no dejarse engañar por las recientes declaraciones de Alfonso Cano, máximo dirigente de la guerrilla de las FARC, quien había planteado conversar con el nuevo Gobierno sobre una agenda de cinco puntos: las bases militares de Estados Unidos, los derechos humanos, la tierra, el régimen político y el modelo económico.

La clase política se encuentra dividida en este tema, entre los que creen que con la fuerza militar será posible derrotar finalmente a la insurgencia, y los que creen que las guerrillas jamás serán derrotadas por completo, aunque sí debilitadas, por lo que hay que abrir un espacio para el diálogo y para encontrar una salida política negociada al conflicto.

El reto es poner fin al conflicto sin claudicar ante unas inasumibles exigencias de la insurgencia

El nuevo presidente Juan Manuel Santos tiene en sus manos la posibilidad de ponerle fin no solo al único conflicto armado de América Latina, sino también al conflicto más antiguo del mundo que no está en vías de negociación. Sin lugar a dudas, no va a repetir experiencias del pasado que no tuvieron éxito, y tampoco arriesgará su prestigio con tentativas que no conduzcan a buen puerto.

La pregunta, pues, es ¿qué podría hacerse de manera razonable para poner fin al conflicto, sin claudicar ante posibles exigencias inasumibles de la insurgencia y desde una perspectiva del Estado de derecho?

Esta pregunta va acompaña de una duda. ¿Está la insurgencia preparada para entrar a negociar sin maximalismos? Una atenta observación a todos sus comunicados y declaraciones de los últimos años, me llevan a afirmar que sí.

Las FARC han abandonado por completo cualquier aspiración de toma del poder por las armas, y plantean más bien un programa compatible con una democracia occidental, perfectamente asumible. No es tanto un problema de agenda como de metodología y de simbolismos asociados a la dinámica de la confrontación militar, como la necesidad de no resultar perdedores y de contribuir a cambios reales.

Colombia es un país con un 54% de la población por debajo del nivel de la pobreza, y ocho millones de personas en situación de miseria. Son datos objetivos en un país rico en recursos económicos y humanos, que además presenta altas tasas de crecimiento económico.

Pero esos datos reflejan igualmente la desigualdad en el reparto de la riqueza, y en esta desigualdad reside la razón de ser de la insurgencia, aunque con la contradicción de que su lucha armada origina un gasto militar desmesurado que impide invertir en planes sociales.

Se calcula que una Colombia en paz podría ahorrar entre un 2% y el 3% del PIB ahora dedicado a la guerra para inversión social, esto es, unos 3.000 millones de dólares anuales, suficientes para rebajar las tasas de pobreza a un ritmo superior al 1% anual.

Lo que en los últimos años propone la guerrilla es abordar temas que, de una manera u otra, deberá abordar el nuevo Gobierno si quiere tener una vocación social. Y parece que podría tenerlo.

Así, pues, puede darse una confluencia de intereses a medio plazo que propicien un diálogo entre ambos. Surge el interrogante de cómo hacerlo, pero para ello es necesario abrir un canal de comunicación que explore la manera más propicia, y con garantías de éxito.

El nuevo Gobierno no va a arriesgarse a entrar en una vía muerta, y me parece bien, así que la insurgencia deberá ser muy realista en sus planteamientos si quiere realmente lograr algo que le sirva a sus aspiraciones y al país.

En todo caso, Colombia necesita imperiosamente que termine la confrontación militar para atender a las múltiples necesidades que el país tiene en lo económico, lo político y lo social, y si eso pasa por abrir un espacio a un diálogo que conduzca a una negociación, bienvenido sea.

El presidente tiene la autoridad para intentarlo cuando lo considere oportuno, y la insurgencia tiene la obligación de ponerle fin a la confrontación actuando con el realismo político que impone el vivir en un siglo XXI nada propicio para el uso de las armas, pero sí para el ejercicio de la política de consensos.

Vicenç Fisas es director de la Escuela de Cultura de Paz de la UAB.

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