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La lucha de los afectados por el amianto
Columna
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Siempre quedaba París

Más y mejor de lo que he atinado a referir sobre el periodo de los años cincuenta del siglo anterior podría decirse. Iban camino de los 20 quienes nacieron hacia el final de la guerra, que no sé por qué desafortunado retruécano muchos la llaman incivil. Fue una contienda fratricida, dentro de las fronteras, con toda la crueldad y generosidad que presiden estos bochinches. La hecatombe mundial no hizo sino rematar una era tras la cual pocas cosas han vuelto a ser iguales, ni siquiera parecidas.

Está claro que cualquier conflicto bélico, desde el comienzo de los tiempos, es una purgación social, un cambio de rumbo. Remo contra corriente al decir que lo mejor que se puede hacer es olvidarlo, porque la historia lo tiene hartamente demostrado: ¿conoce alguien los verdaderos motivos que llevaron a enfrentarse a romanos y cartagineses, salvo el ciego e irracional impulso de apoderarse de las riquezas ajenas, fueran o no indispensables? ¿Merecieron los intereses dinásticos desencadenar aquellas y todas las carnicerías? Está en la condición humana y somos hijos de las guerras y paces que nos precedieron. Aparte de las necedades y abominaciones que causan el exceso de poder de las dictaduras sobrevive, triunfador, el refrán: no hay mal que cien años dure... ni cuerpo que lo resista.

Quienes podían iban allí, porque Francia disfrutaba del mayor esplendor de su historia Madrid empezó a abrir cuevas para escuchar las canciones de moda y fumar hachís marroquí

Mis ya nebulosos recuerdos de los años cincuenta han desbrozado de costra subjetiva el análisis y queda la huella de un pueblo que, con parecido ardor por la construcción, intenta remediar los daños causados, en cuya gestación y desarrollo no intervino la inmensa mayoría, que se dedicó a sobrevivir. La gente joven vivía los guateques. Quienes podían -aparte de la emigración proletaria y superviviente- iban a París, con preferencia, porque Francia y su capital disfrutaban del mayor esplendor de su historia. No eran las tristes y casposas caravanas a Perpiñán para ver películas picantes, ni las más numerosas de parejas o mujeres que se proveían de los nuevos ajuares de duralex en las ciudades fronterizas, sino la última atracción mundial de una forma de vida envidiable. El cine francés, la canción francesa, la moda, los automóviles, el encanto, ya no era privilegio de pocos viajeros. Estudiantes, escritores, científicos, estetas y gandules vivieron la fascinación de Edith Piaff, Georges Brassens, Patachou, Yves Montand, Léo Ferré, Trenet, la Bardot, Catherine Deneuve, Jean Marais, Alain Delon... Un Olimpo de genios, la cuestionable capitanía filosófica de Sartre, el sarampión del existencialismo. Los progres españoles seguían a Le Monde como la Biblia y el mundo entero se enteraba y conmovía con los reportajes de Paris-Match. Los viajeros clandestinos, cuya identidad supongo que conocía perfectamente el comisario Conesa, iban a la Librería Española, que montó un espabilado Antonio Soriano, como pudo haber abierto una mercería.

Aquello se reflejaba en Madrid, que también empezó a abrir caves, cuevas donde escuchar las canciones de moda, fumar hachís marroquí y encargarse gafas redondas con montura de alambre. Proliferaron las boîtes, penumbrosas y refinadas por la tarde, invadidas por discretas prostitutas hacia la medianoche. En el cogollo de la Gran Vía se inaugura el cabaré más elegante de Europa, Pasapoga, una especie de Tropicana habanero subterráneo, en competencia con Casablanca, que se repartía la plaza del Rey con el Circo Price, ambos lugares deglutidos por la avidez inmobiliaria. Existían otros lugares de esparcimiento de diferentes calidades, un número de cines y teatros superior, comparativamente, al actual.

Banús y sus colegas levantaban barriadas enteras, ensanchando la ciudad en toda dirección. Comienzan a cambiar los hábitos deportivos gracias a un recogepelotas del Club Velázquez, que, al alba, entraba en el vacío recinto y se entrenaba con las bolas extraviadas y buenas raquetas cedidas o confiscadas a algunos socios: Manolo Santana. Sus triunfos en España, luego, revalidados en el mundo entero, destaparon el tenista que inadvertidamente llevábamos oculto los iberos. La construcción de pistas, la fundación de clubes deportivos se disparó y ya no eran solamente el de Campo y Puerta de Hierro las canchas de los madrileños.

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