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Columna
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Baladas universitarias

El edificio de la universidad, en la parada del mismo nombre, es poco visitado por los barceloneses

En el centro mismo de la ciudad, junto a la parada de metro del mismo nombre de la línea I, se alza el primitivo edificio de la Universidad de Barcelona. Quizá sea este el lugar más visto y menos visitado por la gran mayoría de los barceloneses, que a duras penas conocen sus frondosos claustros, sus sencillos jardines o sus impresionantes escalinatas, hoy vacías como cada verano. Cual antítesis del turismo y las vacaciones, en estas fechas sus aulas quedan abandonadas, en suspenso, como si esperasen a una nueva remesa de estudiantes que se han perdido por el camino. Un destino que se repite anualmente desde el lejano día en que se levantaron sus muros, los primeros que se alzaron fuera de las murallas de la ciudad allá por 1863.

Cuando la universidad se alzó, en 1863, era un templo del saber en medio de un mar de huertas
Tanto creció que en 1952 le salió una nueva sede en la zona de Pedralbes

Ya entonces la universidad era una especie de palacio raro, un templo del saber en medio de un mar de huertas y caminos de tierra, único y arrogante en la soledad del campo. Los alumnos venían de la calle del Carme y del Hospital, donde habían estado anteriormente las facultades de Teología, Derecho y Medicina. Cuando aún no existía el Eixample -y Barcelona se terminaba en Canaletes-, su silueta se recortaba como un anticipo de lo que iba a ser la metrópoli actual, atrayendo a su seno a los espíritus más inquietos de la época. En aquellos días, el claustro de profesores se cruzaba a diario con los labradores que sembraban coles y habas a pocos pasos de la entrada, propiciando una original entente entre la sabiduría popular y la académica. Bastaba salir a pasear para darse una lección práctica de biología.

Pero con los años este lugar fue invadido por la ciudad nueva. Fue testigo de los agitados años de la República, convertido en un espacio de debate continuo. Al estallar la Guerra Civil fue uno de los puntos donde se combatió con más ferocidad, sufriendo alternativamente el asalto de los militares y su recuperación por los milicianos. Después, con el franquismo, las mesas de la cafetería vieron pasar a la plana mayor de los opositores al régimen, que soñaban con traer la democracia al país. Tanto creció que en 1952 -mientras orondos obispos de todo el planeta venían al Congreso Eucarístico- le salió una nueva sede en la zona de Pedralbes, dejando solo aquí a matemáticos y filólogos, encargados de encontrarle una pauta o un sentido a la naturaleza y al lenguaje (o viceversa). Así hasta nuestros días, cuando parece haberse acostumbrado a la visita de escolares de todas las nacionalidades, en ese fenómeno tan barcelonés de los Erasmus.

Hoy, como cada año, ya no queda nadie por aquí. En la penumbra de esta tarde estival, entro en una clase de bancos desiertos. La pizarra todavía guarda los restos de alguna explicación, mientras las últimas luces del día se cuelan por las persianas. Huele a tiza y a papel viejo. Fuera, los pasillos aparecen desiertos, semejantes a un castillo deshabitado del que hasta la princesa ha huido para irse a la playa. Triste y llorosa se ha quedado la escuela, triste y sola se queda la facultad, que cantaban los bachilleres de antaño. Entre este silencio de pasos sonoros algún guardia de seguridad se desliza con lentitud, algún rezagado esquivo ha venido a consultar sus notas, y unos cuantos gatos toman el sol y corretean, huidizos, por entre los arbustos.

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En los tablones aún cuelgan unas decenas de anuncios de gente que ofrece o busca piso para compartir. Carteles de fiestas pasadas de fecha y avisos para el próximo mes de septiembre, cuando los universitarios menos afortunados tendrán una segunda oportunidad para aprobar sus asignaturas. Hasta entonces, esta magnífica casona estará otro verano sola, sin el fragor de sus alumnos correteando por las escaleras.

Pensándolo bien, no es mala manera de pasar el estío, como si un pedacito del campo que había aquí hace décadas mantuviera -gracias al calor- su vieja tranquilidad y su calma.

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