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Reportaje:VIAJAR LEYENDO

Los dulces bostezos de Bocas del Toro

El pequeño avión de hélice ronronea e inicia el descenso. En cuanto cruza el manto de nubes, los escasos pasajeros se pegan a las ventanillas con cierto nerviosismo, deseosos de comprobar algo. Abajo se distinguen islas cubiertas de bosques húmedos, con poca presencia humana, y atolones y cayos rodeados de un mar verdeazulado, punteado de espuma. Una mujer estadounidense vestida con una camiseta blanca demasiado amplia y unos shorts rosa pastel se ajusta las lentes y lanza un gritito de aprobación. Los demás viajeros no lanzan grititos, pero sonríen satisfechos. En sus agencias de viaje no les han engañado. Bocas del Toro, una de las joyas del Caribe, promete.

El archipiélago de Bocas del Toro, formado por seis islas grandes y numerosos islotes, se desarrolla sobre una superficie de 4.600 kilómetros cuadrados. Se encuentra en el extremo noroccidental de Panamá, y limita al Norte con las Antillas; al Este, con el área continental de la provincia -cubierta de bananos-, y al Oeste, con Costa Rica. El nombre se lo dieron los piratas, refiriéndose probablemente a una gran roca que recuerda a un toro acostado, situada frente a la isla de Carenero, cerca de un canal o boca. En los últimos años se ha convertido en el segundo destino turístico más solicitado, tras la capital del país, Ciudad de Panamá. Los turistas -esa raza variopinta, vocinglera y ansiosa a la que todos pertenecemos, aunque pocos se atrevan a confesarlo desembarcan en el pequeño aeropuerto de Isla Colón atraídos por la promesa nada desdeñable de pasar unos días relajados y festivos en un entorno natural casi virgen, de una gran riqueza animal y vegetal. Arrecifes de coral, playas de aguas transparentes, hamacas, cerveza helada, olas tuberas para los amantes del surf, reggae y calipso, manglares, selva tropical, palafitos, tortugas y una forma de vida tranquila sirven de reclamo. Por cómo nos abalanzamos sobre nuestras maletas los recién llegados, nadie diría que alguno de nosotros vaya a lograr relajarse, ni siquiera aquí. Aunque yo solo vaya a pasar unos pocos días, y por algo que se parece al trabajo, tengo la secreta intención de lograr relajarme, como los demás.

Bocas sigue viviendo del banano y la pesca, entre otras cosas. Pero el nuevo maná es el turismo, que parece imparable
Arrecifes de coral, aguas transparentes, hamacas, selva tropical, 'reggae', calipso, olas, tortugas... Son los encantos de Bocas del Toro (Panamá)
Bocas es mestizaje. Los isleños hablan el dialecto guari-guari, mezcla de inglés, español y términos indígenas
Se dice que el primero en llegar a Bocas fue Cristóbal Colón, en 1502. Ancló en la bahía del Almirante, donde se avistan delfines

Para tratar de comprender Bocas, un buen comienzo es un paseo por la pequeña capital del mismo nombre. No cuesta demasiado recorrerla: se trata de un puñado de calles polvorientas, numeradas ordinalmente, que se desarrolla en cuadrícula al borde del mar. Hay hotelitos, pensiones, bares, ultramarinos, puestos de venta de abalorios y artesanía, y una iglesia episcopal. Las casas son de madera, con cubierta ondulada de zinc pintada de rojo o azul. Tienen fachadas con balconadas de colores alegres, amarillo limón, verde guayaba, naranja. Cuando se elevan sobre las aguas, se sustentan sobre pilotes. Bajo el porche de una de ellas, una mujer negra y enorme, con el cabello recogido con rulos amarillos, charla animadamente con una anciana desdentada de ojos vivos. Hay perros callejeros con las costillas marcadas. Un niño mestizo sale de una casa gritando y me sonríe al pasar.

La escena que presencio no es tan diferente de la que describe Tristán Solarte (seudónimo de Guillermo Sánchez Borbón, autor panameño nacido en la isla) en su novela El ahogado, de 1962: "El pueblo despierta lenta y perezosamente, bostezando y dando portazos. Un hombre sacude a su hijita de ocho años que se debate dulcemente en el centro de un sueño agradabilísimo... una vieja, con la canasta de hacer las compras colgándole del brazo, mira con rencor las calles anegada una joven pareja de amantes hace aún más ceñido el abrazo matutino; ambos tienen los ojos cerrados; en la misma cuadra, una madre calienta la leche en la cocina mientras desde el fondo de la casa su pequeño de tres meses arma una gritería de todos los diablos el sastre y su rolliza esposa abren los ojos a la primera mañana de matrimonio el viejo pescador escruta ansiosamente el mar borrascoso Imposible pescar hoy, se dice; una vez más el clima le ha jugado una mala pasada". La diferencia es que hoy luce el sol, no ha caído ninguna tormenta, parece un buen día para la pesca y hay cierta animación en las calles. La mejor época para visitar las islas es durante los meses más secos -abril, mayo, septiembre y octubre-, aunque aquí el clima es impredecible, y las tormentas, tan bellas como violentas.

El parque Simón Bolívar, en el que se levantan unas higueras poco tropicales, un quiosco y el palacio del gobernador, de estilo colonial español, es el centro de la comunidad. Un estudiante me aborda para "aprender idiomas". Me escapo cuando llega una española testigo de Jehová, más que nada porque me intimidan su fervor y la alegría con la que me saluda. Hay negros, indios, chinos, mestizos y también turistas de diversa procedencia, que se diferencian de los locales porque se esfuerzan por sonreír aún más que ellos. Unos lugareños juegan al ajedrez. Cuando me acerco, ni me miran. No es extraño. Han visto muchos, incluso demasiados, como para fijarse en otro visitante más. Por aquí ha pasado y pasa gente de todos los lugares, y ese es parte del encanto de Bocas, el mestizaje. Por algo los isleños hablan un dialecto denominado guari-guari, una mezcla music al de inglés, español y términos indígenas.

Se dice que el primero en llegar fue Cristóbal Colón, en su cuarto y último viaje, el 15 de octubre de 1502. Su nave ancló en la bahía del Almirante, un lugar privilegiado para el avistamiento de delfines. Pero habría que esperar varios siglos para que los habitantes del archipiélago, las comunidades ngöbe-bugle y naso-teribe, comenzaran a sentir con mayor vehemencia la presión de los nuevos tiempos, pese a encontrarse en un lugar aparentemente fuera del mundo. Ya en el primer tercio del siglo XIX, Bocas sirvió de base a los leñadores británicos y a los pescadores de tortugas, convirtiéndose en un centro de comercio de carey, caoba, cacao o zarzaparrilla.

Pero fue en la segunda mitad del siglo cuando arribaron más y más colonos y aventureros, y los indios, poco a poco, se fueron retirando a lugares cada vez menos expuestos. La llegada del ferrocarril y la fiebre del banano marcaron el comienzo del dominio de las multinacionales estadounidenses sobre la zona. En 1889, la United Fruit Company estableció una base en Bocas, transformada hoy en hotel, y llegaron más familias de jornaleros de las Indias Occidentales y más aventureros europeos y norteamericanos. La construcción del canal de Panamá, que unió el océano Atlántico con el Pacífico, una de las obras de ingeniería más impresionantes de todos los tiempos, iniciada por los franceses y concluida con éxito por los norteamericanos en 1914, acabó por transformar completamente el paisaje humano del archipiélago. Y no solo humano. También político. Bocas ya no pertenecía a Colombia, sino a un nuevo país, Panamá, inventado por un aventurero francés, Philippe Bunau-Varilla, y sus socios colombianos y estadounidenses, deseosos como él de llenarse los bolsillos mediante una revolución.

El tiempo pasa, y todo se transforma. Panamá sufriría la peste del banano, y después, a Noriega, un dictador amigo del narcotráfico y de la CIA, y no lograría recuperar el control del canal de manos de Estados Unidos y, en cierto modo, encontrar su propia identidad hasta finales del siglo XX. La población actual del archipiélago, de unos 10.000 habitantes, y la gente con la que me cruzo ya de vuelta al hotel, es el resultado de todas esas fuerzas encontradas, de las sucesivas oleadas de inmigrantes, y de la capacidad de supervivencia de las comunidades indígenas originales.

Hoy Bocas sigue viviendo del banano y de la pesca, entre otras cosas. Pero el nuevo maná, como en tantos otros lugares, es el turismo. Se teme que la presión turística acabe con el carácter aldeano y cosmopolita del archipiélago, que se construyan cada vez más complejos hoteleros y residenciales que afeen el paisaje sin respetar la arquitectura afrocaribeña de Bocas, sencilla y alegre, y que masas de turistas invadan sus playas casi vírgenes y sus poblados detenidos en el tiempo. Pero también es cierto que, sin los ingresos del turismo, a sus habitantes, siempre al borde de la pobreza, les será francamente difícil subsistir, y más aún en el caso de sus comunidades indígenas. No es un dilema nuevo. Parque temático o hambre, algo que recuerda esa pregunta infantil que todos hemos escuchado alguna vez. "¿Qué prefieres, que te corten un brazo o una pierna?". Todo dependerá del cómo, de la manera en que se produzca ese desarrollo que parece imparable.

A Bocas, cómo no, ha llegado el ecoturismo. Un buen ejemplo de cómo hacerlo es el hotel Punta Caracol, regentado por una familia barcelonesa y abierto mucho antes de que apareciera el término sostenible, una de esas palabras que, de tanto oírla, ya no se sabe ni qué significa, aunque suene verdaderamente bien. Está situado en Punta Caracol, en Isla Colón, frente a la bahía del Almirante, y solo se puede acceder por agua, en uno de los numerosos taxis acuáticos que ofrecen sus servicios.

El hotel se despliega sobre el mar, a lo largo de un pantalán, en una sucesión de palafitos de madera con techado de hojas de penca, cuya arquitectura y materiales respetan los usos de la región. Las terrazas de las habitaciones, provistas de hamaca -importante-, cuelgan sobre el mar, aquí de poca profundidad, en una zona con bosques y dos kilómetros de costa coralina. Buceo, excursiones en canoa o visitas a comunidades indígenas cercanas son algunas de las actividades que ofrecen, por otro lado, comunes en el archipiélago. Bien, no hace falta decir que es un lugar en el que cualquier turista, incluso yo, podría relajarse. Pero lo interesante de la propuesta de Punta Caracol es que se nota que hay un esfuerzo real por aprovechar el entorno sin degradarlo. Los empleados pertenecen a diversas etnias de la zona, el pescado y el marisco se compran a los pescadores y buceadores panameños, y las frutas y verduras provienen de su propio huerto orgánico y de proveedores de las Tierras Altas de Chiriqui, que cultivan tierras volcánicas de altura. La electricidad se produce mediante paneles solares, y la depuración de las aguas se realiza mediante sistemas aeróbicos de microprocesamiento. No hay aire acondicionado, ni televisión, estás en medio de ninguna parte... Pero... ya se sabe. Si lo quieres todo, si exiges todas las comodidades imaginables, si eres incapaz de amoldarte a lo que hay, ni de prescindir de algo a lo que estás acostumbrado en otros lugares, llegan los bulldozer. Y detrás de ellos, los animadores turísticos.

De vuelta a mi hotel, no tan atractivo como el que he visitado, salgo a comer. Hay variedad, pero lo más parecido a una comida típica del lugar son los platos con marisco y la sazón caribeña o antillana, picante, cuyos ingredientes son ají chombo (capsicum chinese jaquín, para los curiosos), mostaza amarilla, vinagre, cebolla picada, ají dulce y ajo al gusto. También hay sopa siete carnes, cabra al curry, bacalao, pescados que soy incapaz de reconocer y otras delicias. La cerveza, helada, ayuda a que uno no se pregunte qué está comiendo y, simplemente, disfrute.

Salgo del restaurante y, casi sin solución de continuidad, me subo a una barca. Llevo camiseta, bañador, una gorrita antiestética, crema de protección solar, agua y gafas de sol. El equipo del turista medio, pero no del experto. He olvidado el repelente antimosquitos, producto altamente necesario en el trópico. Aquí, además de numerosas especies de nuestros fans trompetudos, hay chitras, unas diminutas moscas de la arena con fama de ser tan agresivas como persistentes. El guía, un panameño amable y sonriente, enciende el motor, y navegamos pegados a la costa. El objetivo de la excursión es disfrutar de la excepcional naturaleza de Bocas.

Panamá, junto a Costa Rica, es uno de los países en los que se está llevando a cabo una intensa investigación científica del trópico. El istmo permite, por un lado, la migración de plantas y animales terrestres entre el norte y el sur del continente americano, y por el otro, es una barrera que impide el intercambio entre organismos marinos del Atlántico y del Pacífico. Pero no siempre fue así. Hace millones de años, la placa sudamericana colisionó con las placas del Caribe, y con las de Cocos y Nazca, levantando la región panameña que hoy corresponde a la selva del Darién y sumergiendo otras. Como resultado de esas transformaciones, se formó un gran arco de islas de origen volcánico que se extienden desde el centro de Panamá hasta Nicaragua. Después se formó el istmo. Bocas del Toro es, en el Caribe, uno de los lugares privilegiados para poder estudiar los efectos ecológicos y evolutivos del aislamiento geográfico de las especies y el cambio ambiental en los trópicos.

Aquí se encuentran 74 de las 79 especies de coral que existen en el mundo. La propia Isla Colón, que se formó a partir de fósiles de arrecifes coralinos, es una especie de Arca de Noé. Conserva especies extinguidas en otros lugares, como las ardillas Sciurus richmondi, el ñeque Dasyprocta (un roedor del tamaño de un conejo), el mono nocturno Aotus griseimembra o el armadillo de nueve bandas Dasypus. En la isla Bastimentos, paraíso de los surfistas, donde se levanta la reputada ola Silverback, un tercio de su superficie está protegida, y en el parque se pueden ver las ranas Dandrobates, rojas y venenosas, ratas arbóreas gigantes Tylomys o caimanes. Cada isla y cada cayo tienen sus características propias, y si somos algo especiales y queremos ver, por ejemplo, murciélagos autóctonos o la víbora con pestañas, arbórea y venenosa, iremos a la isla Escudo de Veraguas.

En Boca del Dragó, una playa con palmeras en una resguardada bahía, me di un baño. El agua estaba caliente y, ahora que hacía sol, era color turquesa, con la arena blanca y fina al fondo. Nadé y chapoteé. Pero no estaba satisfecho. Quiero decir totalmente satisfecho. Durante el trayecto había visto olas rompiendo sobre los arrecifes de coral, bosques tupidos de apariencia inaccesible y canales. Pero ningún delfín, ninguna tortuga marina (están la carey, la caguama, la baula y la verde), ni nada por el estilo. Tan solo un pelícano pardo, ese pájaro un tanto melancólico y afable, y un grupo de peces saltarines y de nombre desconocido por el guía, que no cuentan. Y soy de ese tipo de personas que cuando logran ver un animal en libertad dan palmas de contento. El guía, un buen profesional, me sugirió que continuáramos. Quería mostrarme uno de los lugares más visitados de la zona, la playa de las estrellas. Hace honor a su nombre. Sé que las estrellas, más bien estáticas, no son precisamente emocionantes, pero hay que reconocer que es un lugar especial. A poca profundidad se pueden ver numerosas estrellas de mar capitana, Oreaste reticulatus. Hay de color naranja, rojo, chocolate o amarillo, y la escena parece el dibujo de un niño feliz.

Por último fuimos a la isla Pájaros. También hace honor a su nombre. Se trata de un promontorio rocoso, cubierto de árboles y arbustos, que se levanta sobre las aguas como un gigante. Allí descansan la mayoría de las aves migratorias que realizan largos viajes tras los cambios de estación, y la visitan anualmente unas cincuenta especies de aves diferentes. La vista es impresionante, con cientos de pájaros que lo sobrevuelan o circunvalan, jugando con las corrientes de aire. Había rabijuncos piquirrojos (Phaeton aethereus), de pico naranja, plumaje blanco y larga cola, piqueros pardos, fragatas, cubis... Le pregunté al guía si podíamos acercarnos más a la isla, pero me dijo que estaba prohibido. El visitante es siempre, vaya donde vaya, un dólar con la cara cambiada, y un pequeño y atribulado invasor. Ya era hora de regresar, y en el camino de vuelta le dejé claro al guía que la excursión me había encantado, porque era verdad, y porque él no tenía por qué aguantar a un tipo que pretende ver animales cada minuto sin pagar la entrada de un zoo.

En Bocas también hay osos perezosos enanos, y no me refiero otra vez a los turistas. Los turistas vienen aquí a remedar, en lo posible, la existencia aparentemente relajada de esos simpáticos animalitos que aquí habitan en las ramas de los mangles. Quizá ignoren que los osos se mueven tan lentamente y que en situaciones de peligro, aunque parezcan relajados, sufren un estrés mucho mayor que cualquiera de nosotros en un atasco de proporciones bíblicas. Al igual que los osos perezosos, los turistas, de noche, despiertan. Pero no se mueven lentamente. Prefieren algo más festivo. Yo también. Al fin y al cabo, estoy en el Caribe. En Bocas existe un lugar, El Barco Hundido, que algunos califican en Internet de legendario. Sí, hay gente que cuelga sus juergas de manera absolutamente desinteresada en Youtube. No me lo pienso perder. Los viajes no son solo playas, estrellas de mar, delfines y palmeras. También cuenta la gente.

Me acerco a El Barco Hundido. Es un bar discoteca sobre el mar, con el suelo de tablones desiguales y desnivelados, con un barco hundido iluminado entre las pasarelas. Está lleno, sin llegar a ser agobiante. Hay surfistas, jóvenes con aspecto de mochileros, parejas en el estadío inicial y mágico de la relación, grupos de estudiantes despreocupados y criollos que se las saben todas. Y la gente, hay que reconocerlo, se lo está pasando en grande, bailando reggae, funky y calipso. Bueno, bailar, lo que se dice bailar, lo logran los panameños. Los demás se contorsionan de un modo tan poco armónico que se diría que sufren algún mal neurológico de lo más caprichoso. Me acerco a una barra y me pido un ron Abuelo. No es un ron cualquiera, es panameño. Observo la pista de baile y, por un momento, me quedo en blanco y una pregunta me viene a la cabeza: ¿qué pasará cuando dejemos de entender el mundo como un escenario, como un lugar que espera nuestra visita con los brazos abiertos? Sonrío, un poco avergonzado de pensar esas cosas en una situación como la que estoy. ¿No había venido a Bocas a relajarme, como tantos? Doy otro trago de ron. Me uno a la masa y a la música caribeña.

A veces relajarse no es tan difícil. Basta con dejarse llevar. En Bocas, o en lugares más ásperos. Digo yo.

Nicolás Casariego(Madrid, 1970), autor de la novela Antón Mallick quiere ser feliz, publicada por Destino, es coguionista de Intruders, la nueva película de Juan Carlos Fresnadillo protagonizada por Clive Owen.

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